Un tazón de chocolate caliente

Me gusta el chocolate a la taza, en tableta, con churros, con pan tostado, con bollo suizo, con curasán, por la mañana, por la tarde y por la noche.
Alrededor de una tazón de chocolate caliente las historias y los relatos toman forma, color, olor, sabor, y los cuentos resultan extraños a veces, otras cercanos.
El aroma del chocolate envuelve el ambiente y lo convierte en espectáculo y cuando suena el tercer aviso se levanta el telón y comienza la función.

martes, 29 de noviembre de 2011

Recordando


Una vez oí decir a mi abuela que cuando uno se muere pasa a formar parte de una lista. Conforme una persona deja este mundo ya hay otra dispuesta a ocupar su lugar. También decía que no importaban las estaciones, ni el día, ni el año, lo importante era no parar la cadena. A mí me tocó nacer en la década de los cincuenta. 


No hay en mis recuerdos ninguna lista, ni ningún viaje del más allá para acá, ni tan siquiera recuerdo el vehículo que me transportó a la casa.Pero lo que decía mi abuela iba a misa.

Debí de nacer con los ojos bien abiertos para no perder detalle, porque recuerdo un portal con las puertas de hierro pintadas de negro, el cuarto de la portera y el ascensor. Subí deprisa por unas escaleras oscuras y estrechas. Cuando llamé, una voz dulce y sonriente me cogió en sus brazos, me abrazó, me acunó y me dio calor.

En aquella casa de seis pisos la familia más numerosa era la nuestra: siete hermanos, más el padre, la madre,  a veces la tía, también la modista. Todos cabían en aquella casa que se estiraba y se encogía según el personal que pasara por ella.

 Siempre  llamó mi atención que nadie nos hablara de los desastres de la guerra. Ese tema era tabú, vivíamos ajenos a todo cuanto pasaba fuera de nuestra casa. Protegidos de todo mal ignorábamos la realidad de las cosas. La mirada triste y perdida de la gente, el no saber qué pasaba en el mundo de los mayores resultaba frustrante e inquietante, porque hacía del mundo una cárcel y de la vida un sufrimiento contínuo.

 Entonces era fácil soñar, inventando un mundo de TBO intentábamos llenar un espacio que estaba repleto de fantasías, un lugar, nuestra imaginación, donde no había cabida para ninguna cosa real.

 Vivíamos cerca de los “Caídos” (hoy plaza del Conde de Rodezno), allí íbamos a jugar a guerricas, a pelear contra los dragones de siete cabezas y a salvar a las princesas desvalidas y ñoñas que estaban en manos de los malvados.

 Pamplona terminaba justamente ahí, detrás sólo había campo, ovejas pastando y las siluetas de los montes arropando la ciudad.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Los zapatos

- A quién se le ocurre comprarse unos zapatos con semejante tacón.
- Solamente a mí.
- No vas a llegar ni a la vuelta de la esquina.
- A lo mejor sí
- ¿Pero no te das cuenta que apenas si puedes dar dos pasos con ellos?.
- Es que me gustan los zapatos altos.
- Los zapatos altos son para gente que los puede llevar, pero tú andas siempre con zapato bajo y sin tacón.
- Ya, pero es que los vi en el escaparate de la tienda.
- En el escaparate de la tienda, bobadas, hay muchos escaparates y muchas tiendas,
- Como esa no
- Pues como en cualquier tienda,
- No, como en cualquier tienda no,
- Pues yo no sé qué tiene de especial esa tienda,
- ¿No me digas que no te has dado cuenta?,
- Que no, que en esa tienda los zapatos están expuestos como en todas las demás,
- En todas las tiendas de zapatos exponen zapatos de tacón bajo, con medio tacón, con tacón alto y con super tacón, pero esta tienda tiene algo especial, algo que hace que los zapatos, cuando me quedo fijamente mirando, llamen mi atención,
- Anda ya, que deliras, más te valdría dejar los pájaros en la jaula
- No deliro, ¿no te has parado a pensar los sueños que se pueden tener con unos zapatos? ¿y por qué no intentar que los sueños se hagan realidad?
- Y los sueños, sueños son,
- ¿Por qué yo no puedo llevar unos zapatos con ese tacón tan alto?
- Pues está más claro que la luna, porque en el momento en que des dos pasos, te retuerces el pie, te caes, y hala cuatro meses de baja.
- Que exagerada, tampoco es para tanto, yo me los pongo, si veo que no los puedo llevar me los quito, pero mientras tanto he conseguido que un sueño se haga realidad.
- ¿Y cuándo vas a dejar de hablar contigo misma?
- Cuando deje de contestarme

lunes, 14 de noviembre de 2011

La nostalgia me atrapó.


Qué más quisiera yo que tenerte de nuevo en mis brazos, 
vigilar tu profundo sueño y escuchar de nuevo tu voz.

Qué más quisiera yo que gritar al silencio, 
que el tiempo se pare, que no avance más.


 Mirar hacia atrás, 
volver y encontrarte jugando,
 leyendo mis cuentos y escuchando mi voz.

Qué más quisiera yo que amarrarte a mi vida 
y no dejarte escapar.

Pero te salieron alas y desafiante te has ido
a buscar otros mundos
 y hacer realidad tu vivir

 y en tu cuarto, una mesa vacía,
una silla sin voz, 
el silencio se hizo eco,
 la nostalgia me atrapó.



domingo, 13 de noviembre de 2011

Ahora no quiero nada


Que vienes que no vienes,
que llegas o que vas,
 no te aclaras, no te veo,
te escondes y ya está.

Quise llegar hasta el cielo
y saltar el mar sin mojarme, 
quise cruzar el tiempo y soñar.

Quise voltear las estrellas,
sumergirme en el fondo del mar, 
cruzar el horizonte sin rumbo,
tener lo que no tengo ya.

Cuántas veces en mis noches blancas me quedé sin respirar, 
me ahogué en la penumbra sin saber que había un túnel 
con una luz blanca que me llamaba sin cesar.

Si tienes, porque tienes,
si no tienes, que más da, 
lo importante es saber
que la vida no da para más.

Tú te escondes, yo te busco, 
tú te pierdes, yo te encuentro,
tú sueñas, yo despierto, 
tú lloras, yo me río,
 tú me quieres, yo te ignoro.

Tú me ignoras, yo te busco,  
yo te quiero y tú lo sabes,
tú me quieres, yo lo sé, 
tú te escondes, yo te busco,
 tú te pierdes, yo te encuentro, 
tú sueñas, yo también.

Ahora no quiero nada,
sí, sí quiero:
mirar las estrellas que bailan en el mar, 
imaginar el mar que navega por el cielo, 
entrever el sol en las nubes,
descubrir la orilla en el mar, 
dibujar espejos de arena, 
cabalgar con las olas y 
buscar en mi alma el silencio. 

Ahora no quiero nada,
solamente la quietud.




Tanta tontería con las palabras que, asustadas, huyen de mí, no quieren acercarse porque se espantan tan sólo de pensar que las voy a componer que las voy a unir, temen que lo que vaya a decir no sea coherente, o no vaya a ningún sitio, como si ningún sitio fuera un lugar atroz y horrendo, como si ningún sitio fuera eso, ningún sitio.

Cómo subir a la cumbre sin magulladuras,
cómo bajar sin doblar las rodillas,
cómo estar sin aparecer,
cómo caer sin hacerse daño.


Qué más da, lo importante es coger todas las letras y mezclarlas, agitarlas y dejar que salgan y fluyan y caigan en una copa y llenarla hasta rebosar y lo que rebose sea una suave y dulce imagen de algo que siempre ha estado ahí, pero que por lo sencillo de su esencia nunca nadie vio.

Es fácil andar de un lado para otro,
 difícil es llegar a un determinado sitio.
Es fácil subir una cuesta,
lo difícil es bajarla
Es fácil escribir,
lo difícil es contar algo. 
Fácil es respirar, 
lo difícil es hacerlo debajo del agua
Es cuestión de cerca o de lejos,
lejano, cercano,
qué más da,
lo importante es estar

Todo se complica, nada sigue igual, para peor o para mejor, todo cambia, todo pasa, solamente queda la nada, el no ser, que ser y nada no tienen nada que ver.



Qué más quisiera yo


Qué más quisiera yo que ser aire,
qué más quisiera yo que ser tierra,
que ser mar, que ser luna, que ser sol, que ser estrella,
qué más quisiera yo que ser alguien
Para detener las guerras
Para aliviar el sufrimiento
Para consolar a los desvalidos
Para cantarle al sol
Para susurrarle a la luna
Para viajar en el tiempo
Para terminar un cuento
Para decir que te quiero.





miércoles, 9 de noviembre de 2011

¡Qué estrés!


Iba yo de paseo por la ciudad cuando me encontré con una amiga a la que hacía tiempo no había visto, después de los saludos de cortesía y de saber cómo estaba su familia, como si hubiera cogido carrerilla me comentó:
“Que sí, que ya sé yo los años que tengo, no lo voy a saber, si en el D.N.I. lo pone bien clarito, nació en tal fecha, pero qué cotillas todos. Y hay que ver la cara que pone alguno cuando por fin ha averiguado tu edad, qué sonrisita, pero a quién le importa si tengo 30 ó 40, si por mucho que lo disimule, por mucho que quiera aparentar menos, seguiré teniendo los mismos.
Y qué pesadez con la gente, cuando llegas a una determinada edad lo único que te preguntan es ¿cuánto te queda? ¿cuándo te  jubilas?. Pero si a mí me gusta levantarme todos los días temprano, si el trabajo lo domino hasta con los ojos cerrados, ¿por qué me tengo que jubilar? Si yo no quiero jubilarme, si a mí me gusta vivir de esta manera, ¿que luego me mandan el sueldo a casa? Bueno y …. Si me lo voy a gastar igual, bueno, igual no, porque cuando yo estoy de fiesta gasto el doble. ¿Que tendré que apretarme el cinturón?,  ¡si hombre! ahora que me lo había aflojado.
Pero nada, erre que erre, que cuánto te queda para la jubilación, que “total para lo que te queda”, pero qué le importa a nadie lo que me quede.

Y hablando de lo que te queda, el otro día estaba yo de tiendas probándome un modelito, y en estas la dependienta, que lo que quería era vender exclamó “pero qué mono te queda”, ¿que me queda mono? ¿el qué?, yo buscaba al mono, pero no veía ninguno, ¡ay madre mía! a ver si el mono voy a ser yo, claro que como descendemos del mono no me habría parecido extraño, bueno, el caso es que ni mono ni vestido, vamos hombre, que me queda mono. Llovía, los zapatos me apretaban, el pelo lo tenía lacio, las ojeras surcaban mi cara, y no hablemos de las arrugas, ¡y se me ocurre ir de compras!, con ese ánimo no iba a comprar nada, que ya me conozco, que para ir de compras tienes que tener un día bueno, y ese día lo que me apetecía era un buen tazón de chocolate con churros, o con algún bollo, o incluso con pan tostado y mantequilla, ¡qué rico!, pero me quedé sin merendar, sin trapitos y con un mal genio que para qué. Luego llego a casa y mi marido no me entiende, cómo me va a entender, si a él no le dicen que le queda mono, si total siempre se compra lo mismo, pantalón, camisa, corbata, chaqueta, siempre lo mismo, pero yo no puedo ir siempre igual, faltaría más.”
 Qué estrés …

TRASTO VIEJO


Érase una vez un trasto viejo, tan viejo, tan viejo, que no se sabía qué tanto de antiguo era. En un rincón del desván las arañas tejían su tela coloreando de gris el trasto. 
Todos los días ansiaba que alguien lo sacara de allí. La oscuridad más profunda invadía sus noches, y luego, al amanecer, la tibia luz del sol iluminaban las moscas que volaban a su alrededor. De vez en cuando alguna caía presas sus patas en el artificio tejido por las arañas.
Se había acostumbrado a estar allí, a ser viejo, trasto e inútil. Sin valor para nadie, bueno para las arañas, eso sí, para las arañas había resultado ser un buen soporte.
Desde que lo dejaran allí por no saber qué hacer con él había permanecido en aquel rincón, a oscuras, castigado por algo que no se explicaba.



Mientras fue joven y sonaba con fuerza, todos le querían. Bueno, eso de querer es muy relativo, porque le querían, sí, pero porque valía para “algo”.
Se fue quedando antiguo, sin brillo, sin voz, no le quitaban el polvo, no lo enchufaban. Lo cambiaron por otro aparato más moderno. 
Primero fue aquella vez que  lo cambiaron de sitio, él se negó a funcionar. Se resistió, no quiso, no le dio la gana. Y adrede, sí, porque lo hizo adrede, ¿o no? se le fundió un plomo. Luego fueron a comprar otro, pero qué casualidad, ya no hacían modelos como aquel, era mejor comprar un nuevo aparato que arreglar aquello. No valía para nada, dijeron de él. 
Cuando empezaron a desgastarse los cables que lo rodeaban, notó cómo se iba quedando sin fuerza, el brillo se le apagó del todo y lo abandonaron en un rincón del desván.
De vez en cuando alguien volvía, le quitaba el polvo y le sacaba brillo, intentaba encenderlo, entonces sentía cómo volvía a vivir de nuevo, pero de su interior solo salían gruñidos, y otra vez las arañas y el polvo. 
Trasto viejo, se repetía una y otra vez, arrinconado, triste, que no vale para nada.

De nuevo volvieron a encenderlo “Esta es la mía”, pensó. “Ahora vas a ver quién soy yo”. Reunió todas sus fuerzas y se imaginó a todo volumen, pletórico, lleno de vigor. Tan sólo una ráfaga, apenas se oyeron unos compases, de nuevo ruidos, crujidos, chirridos. Se acabó. 
Notó cómo le arrancaban la sintonía, hizo un enorme esfuerzo, se recuperó por un momento, pero perdió el conocimiento, ya no tenía noción del tiempo, ni del lugar. Ahora sí que estaba de verdad hecho un cacharro. Ya no podían oírle. Le quitaban el armazón y dejaban sus entrañas al desnudo.
Ya no pensaba que era un trasto viejo, estaba dejando de serlo. Las arañas, las moscas, ¿dónde estaban?, ¿qué estaba pasando?. ¿Qué hacían con sus cables, con sus botones, con su carcasa?
Quería volver a ser un trasto viejo y arrinconado. No, no era eso lo que él quería, quería volver a sonar, música estridente, voces altas, bajas, notas de música perdidas, añoradas.
¿Por qué lo desparramaban de esa forma?
Poco a poco fue perdiendo conciencia hasta que dejó de ser un trasto viejo y pasó a ser NADA.

MI CUMPLEAÑOS


Cuando tenía catorce años pensaba que a los veinte no llegaría, pero pasaron los treinta, jamás pensé llegar a los cuarenta, cuando cumplí cincuenta me di cuenta que era una superviviente, muchos se habían quedado en el camino. Ahora ya no pienso nada sobre la edad porque la edad no existe, porque el tiempo es un invento que se le ocurrió a alguien para contar las noches de luna y diferenciar las noches de los días o simplemente porque se divertía haciendo rabiar a su madre.
No sé por qué me gusta mi cumpleaños, quizás ¿por que por un día dejo de ser invisible?, o ¿por que me hacen regalos?

martes, 8 de noviembre de 2011


A mí siempre me ha gustado soñar, pero la mayoría de las veces eran sueños imposibles, ilusiones que se desvanecían en el aire, quimeras abandonadas a mitad de camino por estar la meta fuera de mi alcance. Alguna vez la ficción acabó en deseo, el deseo se convirtió en pasión, la pasión causó sufrimiento y después el olvido. ¿Pero cuántas veces el ímpetu de la ilusión supera cualquier obstáculo? Es  entonces cuando la vida pasa a ser un carro sin ruedas que alguien empuja cuesta arriba.

martes, 30 de agosto de 2011

LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

Todo empezó una mañana, no sé si era invierno, verano, o primavera, yo tendría once años: abrí la puerta de la capilla, buscando a alguien, el coro del colegio estaba ensayando el “Ave María” de Schubert, fue algo impactante, la voz de la solista era clara, como si los propios ángeles estuvieran cantando. Me quedé embelesada, no sabía dónde estaba… en las nubes, como siempre. El caso es que cuando llegué a casa le dije a mi padre que quería aprender música, en concreto el piano, sí, que quería ser concertista de piano. Por aquel entonces para mi padre yo era la “niña de sus ojos”, así que sin más dilación se dirigió al colegio, habló con las monjas, y al día siguiente estaba yo aprendiendo solfeo.

Al cabo de unos meses, mi padre fue a enterarse de cómo iban mis clases de piano, siempre me ponían sobresalientes, y a lo mejor era hora de plantearse el comprar un piano. Al llegar a casa, mi padre me llamó, me explicó que había estado hablando con la madre Gloria, y ésta le había dicho que yo era muy formal asistiendo a clase, y que se notaba mucho interés por mi parte, pero … yo no valía para la música, no tenía oído y difícilmente podía llegar a ningún sitio en el mundo del arte…

El consejo de mi padre fue que me olvidara de la música, que había que tener cualidades muy particulares, y no era mi caso …

Me llevé un disgusto morrocotudo, despotriqué contra las monjas, a ver qué sabían ellas, al final me conformé.
  
Después de mucho cavilar, pensar, escuchar, y todo eso, me dirigí  de nuevo a mi padre y decidida le dije que quería aprender a escribir a máquina.

Mi padre, viendo que no era muy buena estudiante, decidió que lo mejor que podía hacer era apuntarme a lo que entonces se llamaba “Secretariado de empresas”, así, mientras aprendía a escribir a máquina, aprovechaba el tiempo y estudiaba otras cosas.

Pero a mi lo que de verdad me gustaba era escribir a máquina, con las teclas componía mis propias canciones, taca, taca, taca, taca, ta!, la máquina de escribir iba a ser mi instrumento de música, podía dar todos los conciertos que quisiera, podía interpretar mis propias canciones, mi propia música.

Mis manos volaban, mis dedos se perdían entre las teclas, y de la máquina salían acordes, tonos, en sí bemol, en la mayor. Había descubierto el pentagrama de la máquina de escribir, los sonidos de las teclas, el tabulador, el espaciador, la letra a, la b, la c, la o, la i, la m … componía palabras, las palabras se transformaban en oficios, cartas, memorias, resúmenes, comunicaciones, resoluciones, órdenes del día, saludas, presentaciones ….

Me sentía concertista total, taca, taca, taca, taca ta!.

La máquina de escribir, instrumento que sirve para  transformar la realidad en fantasía, y yo, hemos sido únicas, compañeras inseparables, hasta que llegó el ordenador y su teclado, que es otra forma de expresar lo que uno lleva dentro, …

martes, 5 de julio de 2011

LA AUTOPISTA

Autopista, carretera, línea recta y horizontal que enlaza con la vida y te sorprende, te engaña y oculta lo que no puedes ver. De pronto todo se tuerce y ya nada vuelve a ser como antes:

 “A Mario siempre le ha gustado tener todo controlado, que no se le escape ni el más mínimo detalle, este mismo año cumple los cuarenta. Cándida, su mujer, más previsora que él, había hecho las maletas el día anterior.
Cándida y Mario, tienen dos hijos, Carlitos, el pequeño, que aquella mañana  se despertó llorando: “A ver ese niño, qué le pasa” -gritaba la madre mientras recogía las cosas del aseo y las metía en el neceser- y Carlota, la niña, remoloneando toda la mañana con el móvil a cuestas, “es que le consientes demasiado” -le había dicho Mario-. “Deberías pasar más rato con la niña”- le había recriminado ella.
La autopista era llana, línea recta y horizontal, sin curvas, aburrida. A ambos lados se adivinaba un gran precipicio, los pueblos cercanos terminaban de colorear el paisaje.
Como siempre, Carlitos dormía. Carlota, con el móvil, mandaba y recibía mensajes. Cándida hablaba sin parar de los planes que tenía para cuando llegaran a casa. Mario encendió la radio buscando la emisora que transmitía los partidos de fútbol …
“¡Andá, qué pasa aquí!”, exclamó Cándida. Un guardia motorizado hacía señales anunciando que había atasco por un accidente, que estaba la carretera cortada y todas las demás vías estaban colapsadas.
“Pues qué le vamos a hacer, paciencia” -murmuraba Cándida-. Conforme pasaban las horas los coches se iban amontonando,  no se podía circular ni para adelante ni para atrás.
La carretera, tan lisa, tan llana, se había convertido en una trampa mortal.  
Mario intentaba calmarse, pero la situación se volvía insostenible. Atrapados en el tiempo se sentían abandonados: no había reloj, no había horas, sólo el sol y sus luminosos rayos que, cual lluvia de piedras, caía cruelmente sobre sus cabezas hiriendo su orgullo, cambiando el destino final de la línea recta y horizontal que enlaza con la vida.
El niño lloraba, la niña gritaba, Cándida se esforzaba en controlar a los niños, pero estos le superaban. Salían del coche, entraban, se escapaban, lloraban, reñían …
Cada vez era más de noche. Todos los planes de llegar a tiempo para ver el partido de fútbol se iban disipando, y así hasta que cayeron rendidos y se durmieron. …
Pasó la noche, amanecía en el mismo sitio, en la misma carretera, con el mismo sol brillando a raudales. Atrapados, acorralados, arrinconados. El paisaje cambió, los pueblos que lo adornaban parecían reír a carcajada limpia.
Prisioneros de la autopista y del tiempo transcurrió otro día. El aseo, tan imprescindible en sus vidas, pasó a segundo plano. Sus necesidades las hacían donde podían, el olor era insoportable.
La gente gritaba desesperada, discutían, lloraban,  se peleaban. Los ánimos estaban alterados, como una olla exprés a punto de explotar.
Desde el cielo intentaban animarles, tranquilizarles. Un helicóptero mandaba mensajes, comida y bebida.. Desde el suelo los prisioneros les tiraban piedras y les insultaban desesperados.
Y así pasó otro día ….. Llegaban noticias de que pronto iban a ser liberados, que los trabajos en la autopista estaban a punto de terminar. “Mario dime que acabará esta pesadilla”, entre sollozos Cándida se negaba a creer que aquello fuera cierto. “Tranquila, mujer, todo acabará bien”.
El tercer día amaneció lloviznando, sintieron un ligero alivio. Poco a poco el sol fue desplegando sus rayos hasta dejarlos oprimidos de nuevo, una leve brisa besaba sus rostros y así pasaban las horas … el ambiente era agobiante, al borde de la asfixia.
La fila de coches comenzó a moverse. El helicóptero anunciaba que estaba todo solucionado, y les pedían que, por favor, circularan con precaución y siguieran las indicaciones de los guardias.

La autopista, la carretera, la línea recta… hasta que se tuerce.

Mario, sudoroso, arrancó el coche, el niño dormía, la niña con el móvil mandaba mensajes.
Cándida ya no hablaba sólo pensaba: “Y el próximo año… ¡las vacaciones las pasamos en casa!”

jueves, 16 de junio de 2011

Mauricio y los celos

Mauricio piensa que nunca debió coger ese teléfono porque cuando abrió el bolso de Mariana empezaron sus problemas. Siempre le había preocupado el hecho de que le engañaran, y ésta era su cuarta boda.

La sola idea de vivir de nuevo la experiencia, de verse engañado y humillado, le producía un escalofrío de los pies a la cabeza. Pero esa corbata de flores azules sobre fondo negro no era de las suyas, él nunca se habría puesto una corbata así. ¿Pero qué hacía en el bolso de Mariana? 
No era el deseo único de Mauricio aclarar los hechos sino la sed de venganza que con sus anteriores mujeres nunca pudo llevar a cabo. La corbata había despertado en su alma la angustia de antes que le impedía ver a Mariana como realmente era. Le preocupaba que ella hubiera salido de casa sin las llaves cuando el sonido de un móvil comenzó a sonar dentro de su bolso. Allí estaba esa corbata, doblada con sumo cuidado como si de una joya se tratara. 
Con el móvil en una mano y la corbata en la otra, Mauricio se debatía entre la conveniencia de descolgar el teléfono o ir hacia su armario a comprobar que, efectivamente, esa corbata era una prueba de infidelidad.
Desde que se casara con Mariana los días transcurrían sin sobresaltos, había olvidado ese sentimiento de locura que producen los celos. Pero a pesar de todo se dirigió al armario a comprobar si faltaba una corbata. Le producía náuseas el hecho de sentirse nuevamente humillado, y mientras revolvía el armario descubrió que tenía montones de corbatas, una para cada mes del año, todas iguales, sin embargo la corbata del bolso era distinta. ¿Y si era verdad que le estaba engañando?
No, no podía ser se disuadía una y otra vez, pero inmediatamente se hacía la misma pregunta. Entonces llamaron a la puerta. Dejando las corbatas encima de la cama se fue a abrir. ¿Cómo iba a recibirla? La sombra de la duda nublaba su vista, solamente pensar que Mariana le engañaba con otro le producía escalofríos y le hacía sudar las manos.  
Ese momento que antaño fue tan angustioso para él se repetía y le preocupaba mucho porque revivía una época de sufrimientos y discusiones, de portazos y de escándalos que no estaba dispuesto a repetir. Al abrir la puerta se encontró con una mujer guapísima de sonrisa abierta y profundos ojos negros que le miraban directamente, al sentir un beso en sus labios todos los padecimientos desaparecieron y todas las dudas se disiparon.

Más imaginación que la luna misterio

Tengo una cafetera de rosca que hace un café exquisito, me la regaló mi prima Merceditas el día de mi cumpleaños. Me sorprendió que me regalase una cafetera, porque tiene fama de tacaña haciendo regalos. Apareció en mi casa sin que yo la hubiera invitado. Alfonso le dio dos besos y le quitó el abrigo, ella, como si fuera la cosa más natural del mundo le acarició la cara, me hice la despistada, no quise ver nada. La verdad es que me puse furiosa, además pensé que me la estaba pegando, pensamiento que rechacé enseguida, si Merceditas es incapaz de hacerme una faena ¿o sí?, seguro que  eran tonterías de las mías. Sin embargo su mirada irradiaba felicidad, se me ocurrió que igual se había enamorado y le pregunté por el afortunado, “lo conoces, me contestó”,“a ver cuando me lo presentas” le respondí.  Alfonso se ofreció para llevarla a su casa.  Me asomé al balcón y los  vi  alejarse, él abría la puerta del coche y la invitaba a entrar.

Todos los días a la misma hora me preparo un café con tostadas y desayuno en el balcón de la cocina. Tengo la ilusión de encontrar enfrente un mar bravío con un horizonte lejano lleno de promesas y de ilusiones, pero lo que me encuentro es una pared gris con alguna marca de cal blanca raída por el tiempo y el balcón de la vecina repleto de ropa descolorida que sujetan unas pinzas de colores verde y amarillo. Esta ausencia de paisaje me fastidia enormemente, siempre estoy pensando en cambiarme de casa. Pero mientras tanto la pared de la casa de enfrente con su balcón repleto de ropa es mi única visión mañanera.
Cuando Alfonso me dejó, la casa quedó tan vacía como el pantano de Yesa en el verano. Lloré mucho, casi tanto como para llenar el mismo pantano. Ahora ya no me importa estar sola, no me importa lo deshabitada que pueda estar esta casa conmigo dentro. Es verdad que la herida no se ha cerrado del todo, pero como dice mi madre, “tienes que seguir viviendo, hija, que la vida son dos días y nadie tiene por qué amargarte la existencia”. Y aquí estoy, dibujando palabras con las que sentirme acompañada.
Cuando conocí a Alfonso yo trabajaba en una peluquería de señoras lavando cabezas, peinando, y tiñendo.  Merceditas era la esteticien. Ella se encargaba de embellecer los pies y las manos  de las clientas, además del maquillaje. 
Todos los días venía a la peluquería vestida como para ir a una fiesta. Es verdad que es más alta que yo, y que tiene el pelo largo y de un negro brillante que es la envidia de todas, yo lo llevo corto y es de un color castaño y rizado, muy rizado. Además ella es alta y yo soy más bien bajita y con tendencia a engordar, pero mi cara es bastante más bonita que la suya. Un poco de envidia le tenía, es verdad. ¡Pero si siempre estrenaba una falda o un abrigo! y si no, eran los zapatos o un bolso, o una pulsera, o los pendientes. Yo no entendía de dónde sacaba el tiempo, porque en la peluquería estábamos de nueve de la mañana a siete de la tarde, ¿cuándo se compraba todo eso? ¿en qué tienda? ¿cómo podía arreglarse de aquella forma?, si es que venía totalmente impecable de los pies a la cabeza. Incluso con el uniforme puesto, una blusa blanca y un pantalón negro, era distinta. No sé qué se ponía o cómo lo hacía, el caso es que siempre había en su uniforme y en su forma de llevarlo algo que contrastaba con el uniforme de las demás, siempre distinguiéndose del resto y mirándonos por encima del hombro. 
Yo le busqué el empleo, yo le enseñé las artes del maquillaje. Ella aprendió rápido, ya lo creo, tenía una buena profesora. Me utilizó, como se utiliza la mascarilla para conseguir un pelo brillante, como se utiliza un lápiz de labios para que parezcan más gruesos, me utilizó, en fin, para lograr sus objetivos, anulando los míos y dejándome tan inservible como una servilleta de papel tirada en la papelera.
Alfonso trabajaba en una correduría de seguros, no sé qué pude ver en él. Tal vez su tez blanca y los tonos oscuros del pelo que poblaba su cabeza me recordara a algún cuadro que había visto hacía poco en un museo, o quizás fue lo bien constituido que estaba, he de reconocerlo aunque me pese, era atractivo, y cuando sonreía los ojos le brillaban y entonces yo me quedaba paralizada, ¡qué tonta, qué ingenua, qué imbécil! El caso es que fue un flechazo a primera vista. 
Entró en la peluquería a última hora de la tarde, yo estaba sola en ese momento recogiendo y haciendo caja. Se presentó muy educadamente, y me explicó las cláusulas de la póliza. De vez en cuando sonreía, y su sonrisa me hacía recordar el dulce de yema que mi abuela hacía los domingos cuando íbamos a comer a su casa. A los tres días de conocernos nos fuimos a vivir juntos. A menudo viajaba, y cuando no salía de viaje venía a buscarme a la peluquería y nos íbamos a dar un paseo, al cine, o nos metíamos en el rincón más oscuro de una cafetería y entre sorbo y sorbo de café nos besábamos. Hablábamos de muchas cosas, yo le contaba mis experiencias con las cabezas de las señoras y él me entretenía con chistes a los que ahora no les encuentro la gracia, pero en aquella época me reía acarcajada limpia.
Uno de los días que vino a buscarme, Merceditas, que era una meticona y una curiosa, se presentó así, por el morro “hola, yo soy Merceditas, su prima, encantada de conocerte”. Le dio la mano para saludarle y le dijo “huy, qué manos más bonitas tienes, cuando quieras te las arreglo”. Qué hipócrita, y yo riéndome le contesté “sí y también le puedes hacer los pies”.
Tardé un par de años en presentarle a mi familia, él no quería casarse, tampoco quería tener hijos. A mí la idea de casarme no me entusiasmaba, pero sí la de tener hijos. Al principio la cosa fue bien, hasta que un día, mientras desayunábamos, se me ocurrió decirle “¿No te gustaría tener un hijo?, voy a cumplir veintiocho años y pienso que se me va a pasar el arroz”. Dejó de leer el periódico, me miró a los ojos y vi en él la mirada de un lobo asustado a punto de huir. No dijo nada, simplemente volvió a leer el periódico.
Al poco tiempo Alfonso empezó a cambiar, dejó de venir a buscarme a la peluquería, ya no me contaba chistes graciosos. Y ahora que lo pienso era soso hasta hartar y me engañaba, me engañaba cada vez que me decía que había tomado un café con su amigo Emilio, o que se había encontrado con su primo Ernesto, porque resulta que con quien se veía era con mi prima Merceditas. Y yo en la inopia me iba a dar clases de dibujo o cogía mis bártulos y me dirigía a la plaza de la catedral, o al Redín a dibujar y a pintar cuadros.
En los cuadros encontraba la única manera que sabía de expresar la soledad que poco a poco se iba apoderando de mi. A menudo me llamaba para decirme que llegaría tarde, entonces cogía los pinceles y me daban las doce de la noche dándole las últimas pinceladas a un lienzo. Luego me iba a la cama a llorar. “Tus cuadros aburren”, me decía muchas veces, yo me sentía ofendida porque cada pincelada que daba, cada color que imprimía era una imagen que yo tenía grabada en mi mente. No le gustaba nada de lo que hacía, me despreciaba. Llegó a decirme que me estaba haciendo vieja, “fíjate la de arrugas que te están saliendo, y las piernas, fíjate, si se te están deformando por estar tanto rato de pie”. Y así un día tras otro. Apenas si hacíamos el amor, yo quería que las cosas cambiaran, y me esforzaba por agradarle, pero cada esfuerzo que hacía era como si me estampase contra la pared.
A Alfonso nunca le gustaron mis cuadros, decía que eran demasiado confusos, que no entendía su significado, como si para que te guste un cuadro tuvieras que entenderlo, hay que fijarse en lo que te evocan o te sugieren los colores, la luz que transmite o la oscuridad que algo oculta, y si de verdad sientes algo entonces es que te gustan. Nunca pretendí que me entendiera.
 Una noche, estábamos en la cama, él hacía que leía un libro, yo le miraba de reojo, él había estrenado un pijama nuevo, era de algodón, de color verde, sin cuello. Me llamó la atención una especie de mancha que tenía justo debajo de la oreja, acerqué mi mano y suavemente le acaricié la zona, él apartó la cabeza, yo le dije “Tienes un chupón en el cuello, ¿con quién has estado?” “¿Qué tengo qué?,anda ya, tu ves visiones”, “Pues ya me dirás tú qué tienes ahí, -le contesté-porque un golpe no te has podido dar, ¿con quién has estado?” –le insistí-“Venga ya  -dijo sin mirarme-, tienes más imaginación que la luna misterio”, y dando media vuelta cerró el libro y apagó la luz. Aquella noche no pegué ojo. Dormí con los ojos abiertos con la esperanza de que él se levantase, me cogiera de las manos y me dijera que yo era la persona más importante en su vida. Amaneció por fin, él no me cogió del as manos, ni siquiera me dio un beso cuando se fue a trabajar. Me puse como una loca a buscar la prueba de su traición, de que se estaba viendo con alguien. Revolví los cajones de la mesilla, vacié los armarios, escudriñé hasta el último rincón de la casa. No encontré nada. Qué amargura ¡Dios mío!
“Manuela tengo que hablar contigo” me dijo mi prima en el preciso momento en el que yole estaba tiñendo el pelo a la mejor clienta de la peluquería. “Y qué me tienes que decir”, le contesté. “No, nada, ya hablaremos luego”. Y aquí acabó todo, no hablamos, ni falta que hizo, ya estaba yo un poco harta de ella, porque todos los días tenía una excusa para salir antes del trabajo, y yo me tenía que ocupar de terminar de maquillar a sus clientas.


A mí que me mientan me duele y que me tomen por estúpida es que no se lo consiento a nadie. Y eso fue lo que hizo mi prima Merceditas, tomarme por una estúpida, y me dejó tan fría como una bandeja de porcelana. Fue el día del cumpleaños de mi madre. Habíamos juntado varias mesas en la terraza  de una cafetería en la Plaza del Castillo. El día era espléndido, los jardines teñían la plaza de colores. En mi imaginación dibujé un cuadro, el kiosko rosado, las baldosas rosadas, y el jardín verde punteado con paletazos de color rojo, amarillo y blanco, me quedó genial cuando lo plasmé en un lienzo. Mientras charlábamos llegaron Merceditas y Alfonso, ella le agarraba del brazo, mi hermana de un codazo me sacó de mi ensoñación. Cuando llegaron a nuestra altura se soltaron, Alfonso vino a darme un beso en la mejilla, hice ademán de hacerle una caricia y me esquivó. El hielo de un iceberg no puede estar más helado de lo que yo me quedé. A punto de echarme a llorar, me levanté y me fui al servicio. Me lavé la cara, en el espejo se reflejaba mi imagen, un espectro con profundas ojeras,  las lágrimas brotando de mis ojos. Unos surcos de sangre roja como ríos de lava horadaban mi alma hasta el punto de sentirme asfixiada. Estuve así un rato hasta que me recuperé. Cuando salí Alfonso y Merceditas se habían ido, mi familia estaba seria, alguien dijo:“Merceditas está embarazada, dice que Alfonso es el padre”. Al oírlo no se me ocurrió otra cosa que reírme hasta la extenuación, y después llorar.

martes, 7 de junio de 2011

UN PERRO ÚNICO

En el paseo de la media luna el bar estaba cerrado y las mesas recogidas. Fermín se acercó a la puerta. Pegado en el cristal un cartel anunciaba “cerrado por reforma”. El interior lucía un aspecto sucio y desordenado. Un delantal blanco, colgado de un perchero, desvelaba sus secretos más íntimos mientras se balanceaba al ritmo de una débil corriente que se filtraba por una ventana semiabierta.
Un hombre con un mono azul aparcaba una camioneta al lado de la puerta. Fermín lo miró, y sin decir una sola palabra continuó su marcha .
 Fue el año pasado, recordó, aquel día el bar estaba a tope, se sentó en la única mesa que estaba libre. Se había propuesto leer el último libro de Vargas Llosa, “la fiesta del chivo”, sentado en la terraza del bar. Quería disfrutar del aire libre, de la constante insinuación de los árboles, de la suave brisa que atravesaba el parque, y nadie se lo iba a impedir. Ató a Chuchi a la pata de la silla.
“No está permitido perros” le había insinuado una señora sentada delante de una coca-cola con patatas fritas. “Dónde lo pone, señora” le había contestado él con rabia, estuvo a punto de decirle una grosería, pero se mordió la lengua.
Era listo su perro, sabía muy bien quién estaba a su lado. Su mirada se le había quedado bien grabada, era una mirada única, expresiva, acompañada de unas orejas finas y puntiagudas. Siempre alerta, y dispuesto a complacer a su dueño.
Justo cuando Urania Cabral iba a desentrañar su misterio, un relámpago seguido de un estruendoso trueno, vino a truncar su armonía, y la brisa se tornó en feroz huracán. Los árboles dejaron de balancearse, la agitación se apoderó de las ramas y de sus hojas, alertando de algo que estaba a punto de ocurrir.
Al oír el ruido del trueno Chuchi se asustó mucho. Levantó su cabeza, sus orejas, sus patas, se sacudió como se sacudía cuando salía del baño, y de un salto quiso sentarse en los brazos de Fermín. La correa no daba de sí. Se escondió debajo de la mesa.
Otra explosión más fuerte que la primera, otro relámpago que alumbraba el sol y oscurecía la luz, y el perro, asustado como nunca antes lo había visto, se puso a gemir mientras tiraba de la correa, arrastrando la silla y hasta su alma.
Fermín intentaba calmarlo, cuando de pronto otro inusitado relámpago seguido de un estruendoso ruido hizo saltar a chuchi a los brazos de su amo.
Esta vez arrastró la silla, volcó la mesa y todo lo que había en ella. Una lluvia sin control descargaba toda el agua acumulada en los nubarrones que atravesaban el cielo. Sin poder contener a su perro, Fermín cayó para atrás, dándose un golpe en la cabeza y perdiendo el conocimiento. No recuerda cuánto tiempo estuvo allí mientras la lluvia, en una danza sin acordes, zapateaba sobre su rostro y su perro buscaba refugio dentro de su chaqueta.
Lo que mejor recuerda de aquel día es la frase “no está permitido perros” que retumbaba en el interior de su cerebro como los truenos y los relámpagos, repitiendo una y otra vez  “no está permitido perros”, “no está permitido perros”. La cara amenazante de la señora, su boca grande cada vez más cerca de su nariz, sus ojos abiertos sin pestañas mirándole fijamente, clavándose en sus pupilas como puntiagudos palillos. Un delantal blanco tapando un fondo negro que se acercaba a él pero que nunca llegaba. El vaso en el suelo desparramando su refresco convertido en barro y unos pies descalzos inmersos en el fango, pegados al suelo sin poder levantarlos.
Fermín sonríe, ahora le hace gracia, ése día lo pasó mal. Pero es que chuchi era un cobarde, muy buen amigo, sí, pero un miedica. Recordó a su perro de nuevo y pensó que era único.
Ya hace un mes que enterró a chuchi. Desde entonces, cuando sale a la calle no sabe a dónde ir ni qué camino tomar, hoy ha decidido ir  a ver a Isidro, el veterinario, que tiene un perro para él. No sabe qué nombre ponerle. De una cosa está seguro, no se llamará chuchi.

EL CUCO

Desde la ventana del salón observo las gaviotas que revolotean alrededor de un barco pesquero. El mar, empujado por la brisa, agita las olas. 
Nunca lo olvidaré, estábamos en la cama. Rafa dormía. Yo, intentaba leer un libro.
-           Rafa –le llamé.
Y Rafa me contestó con un ronquido.
-           Rafa –volví a llamarle
-           Mmm –me contestó su espalda.
-           Rafa –insistí- ¿estás despierto?
-           ¿Qué quieres? –me contestó sin moverse.
-           ¿Sabes cómo se llama el pájaro que pone su huevo en el nido de otro? –le pregunté.
-           ¿Y para eso me despiertas? –me contestó cambiando de postura- Lo miras mañana en internet.
Me callé. Pero no dejaba de darle vueltas al asunto. Llevaba varios días sin dormir pensando en lo mismo. Era un secreto que conocía todo el mundo menos él.
-           Rafa –volví a llamarle-. Es que tengo que decirte algo.
-           Pues ya me lo dirás mañana –me volvió a contestar su espalda.
-            Es que te lo tengo que decir hoy –insistía yo.
-           ¿Y se puede saber qué es lo que me tienes que decir? ¿no puedes esperar a mañana? –dándose la vuelta me miró con ojos asesinos.
-           Es que llevo días queriendo decírtelo. -Insistía yo.
-           Vamos a ver Carmen – se sentó en la cama- ¿qué es eso tan importante que no puede esperar a mañana? –me dijo enfadado.
-           ¿Te acuerdas de la novia que tuviste en Cádiz?, una morena alta muy guapa –Empecé dando rodeos.
-           Pues no, no me acuerdo, ¿cómo me voy a acordar? ¡que son las 12 de la noche y mañana tengo que madrugar! ¿cómo me voy a acordar de una novia que tuve hace lo menos veinte años? –contestó Rafa malhumorado.
-           Sí, hombre –insistía yo-, ¿no te acuerdas, que te llamó una vez cuando Fernandito tenía cinco años?
-           ¡Ah! sí, Manuela, una morena alta, guapa, ¡tenía un tipazo! –Rafa se quedó callado- ¿pero qué tiene que ver Manuela con todo esto? –preguntó intrigado- Si yo no la he vuelto a ver desde entonces.
-           Es Fernandito –contesté yo.
-           ¿Qué le pasa a Fernandito? –preguntó Rafa.
-           Que sale con una mujer mayor que él –se lo dije así, a bocajarro.
-           ¿Cómo que sale con una mujer mayor que él? ¿quién te lo ha dicho? –Rafa empezaba a impacientarse.
-           Me lo ha dicho Angelita, que le vio el otro día muy acaramelado en una sala de fiestas. –Al fin había roto el muro.
-           Oye, Carmen, Fernandito ya es un hombre y puede salir con quien quiera, él sabrá lo que hace –me contestó fastidiado.
-           Pero es que la mujer de la que te hablo es Manuela –ya está, se lo había dicho.
-           ¿Pero qué tonterías estás diciendo?, venga ya, que Manuela vive en Cádiz –contestó Rafa de mala gana.
-           ¿Es que tú no sabes que Manuela es vecina de Angelita desde hace un par de años? –le aclaré-  Angelita  me contó que está divorciada y tiene tres hijos. Que no tiene un duro, y que le gustan los jovencitos. Mira tú, y se ha ido a fijar en nuestro Fernandito –dije con voz lastimera-. Claro, como se parece tanto a ti, seguro que se ha fijado en él por eso.
-           ¿Fernandito?,  si aún no ha terminado de estudiar, ¡si sólo tiene 20 años!  –respondió Rafa apesadumbrado.
-           Angelita dice que cuando los niños están en el colegio, Fernandito entra su casa.  –El secreto había dejado de serlo.
-           Vamos a ver Carmen –Rafa no quería hablar más del tema- Son las doce de la noche y mañana madrugo. De verdad que eres una agonías. Anda y duérmete, que de noche todo se ve más negro.
-           Sí, pero Angelita dice que Fernandito está colado por esa mujer –dije yo casi llorando.
-           Venga ya,  no será para tanto –Rafa intentaba tranquilizarme.
-           Claro, como tú eres hombre, todo te parece bien –insistía yo.
-           Pero qué tendrá que ver que yo sea un hombre con lo de Fernandito.
-           Pues que le has consentido demasiado.
-           Pues eso –y volvió a darme la espalda.

Manuela, al morir su madre, heredó una sustanciosa fortuna. Fernandito se casó con ella y tuvieron cuatro hijos.
Ahora, Fernandito me trae la merienda y Manuela, que no es tan mayor, pasea a Rafa en la silla de ruedas.