Serían las dos
de la madrugada cuando, avisados por los vecinos, la policía llegaba al lugar
de los hechos acordonando la zona e impidiendo la visita de los curiosos.
Dos hombres
yacían muertos invadiendo la entrada a la casa en el segundo piso del portal
número 48 de la París Street, un suburbio alejado de la gran ciudad. El
silencio de la muerte se esparcía por el rellano de la escalera helando el aliento.
Uno de ellos había
recibido un tiro en la espalda y el otro un navajazo a la altura del corazón.
El inspector
Roger Macgee, un tipo bajito de aspecto sombrío, luciendo un sombrero gris que
ocultaba una cabeza llena de pelo negro aplastado con gomina, subía por las
escaleras. En su hombro derecho se sostenía como podía una gabardina negra.
Pasó por
encima de los dos cadáveres sin prestarles atención. La habitación estaba a
oscuras, solo la luz de las farolas iluminaba
una pared con retratos. En el suelo, como si también los hubieran
asesinado, yacían amontonados unos libros de contabilidad. El desorden reinaba
en la estancia, las sillas tiradas, las papeleras rotas, un perchero de madera
con un colgador roto aparecía caído sobre una
mesa. Tan solo un carrito de bebidas permanecía intacto. Dos vasos de
licor medio vacíos imploraban compasión.
-
Hay algún testigo? –preguntó Macgee a su
ayudante.
-
Un vecino ha visto salir corriendo a una mujer
con una pistola en la mano –contestó el ayudante Adam Smith- y al cabo de unos
diez minutos ha visto salir a Frank Hataway con un maletín, se ha montado en un
coche aparcado en la puerta de la casa y ha salido dirección norte.
-
¿Por qué Frank Hataway y no otro? –Preguntó el
comisario. Sus pequeños ojos verdes cubiertos con unas gafas de culo de vaso
escudriñaban cada rincón de la estancia, tomando nota y cogiendo muestras de
cualquier cosa que él creía sospechosa.
-
Eso mismo le he preguntado yo, de qué conocía a
Frank, y me ha contestado que siempre venía a la misma hora, precisamente
cuando él salía de casa para pasear al perro.-Contestó Adam.
-
Bueno, quiero a ese vecino mañana a las nueve en
punto declarando en comisaría. ¿Está claro Adam? –ordenó el comisario.
-
Sí señor, mañana a las nueve en punto en
comisaría, ¿debo llamar a los demás vecinos? –preguntó Adam.
-
No, de momento con un testigo tenemos
suficiente, veremos si nos aclara algo. Aunque yo lo veo claro. Esto ha sido un
ajuste de cuentas. A Frank Hataway lo tenían fichado los del FBI. Mañana mismo
iba a ser detenido. ¿Tenemos la
descripción de la mujer? –preguntó Macgee.
-
El vecino ha dicho que era una mujer alta,
delgada, y con un abrigo de visón. En la huída ha perdido un zapato –contestó
Adam.
-
¿Ha visto alguien el zapato? –preguntó Macgee.
Adam Smith, no
tendría más de veinticinco años, era un joven alto y desgarbado, luciendo un
flequillo rubio sobre una frente ancha y despejada exhibía un hoyuelo en la
barbilla que le hacía parecer simpático. Acababa de entrar en el Cuerpo y
estaba en período de pruebas. Ese día le tocaba la ronda con el Inspector
Macgee. Sorprendido miraba las pequeñas manos del inspector y la agilidad de
sus movimientos mientras tomaba
muestras, inspeccionaba el lugar, y, por fin,
interrogaba a los muertos que, sin decir ni una sola palabra, le
relataban lo sucedido.
Macgee
llevaba veinticinco años deteniendo asesinos y mafiosos. Mientras meditaba
sobre lo sucedido sostenía en una mano un vaso medio vacío de whisky y miraba a
través del vidrio buscando una pista. Un sudor frío recorrió su frente al ver
las fotos del equipo de beisbol, The Children B.C. murmuró. Eran grandes, pensó, hasta que dejaron de serlo. Se quitó el
sombrero, dejándolo encima de la mesita de los licores mientras se limpiaba las
gafas, observó la desolada habitación. Escuchó los aplausos cuando vio la
vitrina llena de trofeos, en sus oídos resonaba el himno de su equipo, el
estadio a rebosar. Cerró los ojos y con un gesto de tristeza se puso la gabardina.
Volvió a ponerse el sombrero y se guardó la libreta de los apuntes en el
bolsillo derecho de su pantalón. Haciendo una señal a su ayudante, se marchó
sin decir ni una sola palabra.
En la calle,
Adam se fijó que las persianas de la librería “el gran secreto” estaban a medio
cerrar. Miró a su jefe y le hizo una señal.
-Vamos –dijo
Macgee
Entre los dos
subieron la persiana y se encontraron que la puerta estaba abierta. Las
estanterías de la librería estaban vacías, alguien había estado allí no hacía mucho.
Una puerta al fondo estaba semiabierta. Sacando la pistola, Macgee y Adam se
dirigieron hacia ella.
-¡Dios mío!
–exclamaron a la vez.
- Esto es más
grave de lo que yo pensaba –murmuró Macgee- las cosas se complican Adam,
ayúdame.
En el suelo,
un cadáver envuelto en papel de plástico enseñaba sus ojos desorbitados y su
boca abierta, las manos atadas a la espalda. Del bolsillo de su chaqueta
sobresalía un papel blanco.
-
Adam, pide ayuda, que vengan pronto, ¡Dios mío!,
quién ha podido hacer esto. Este será el último asesinato de esta ciudad. Lo
juro.
Macgee estaba
desesperado, desilusionado, asqueado, en el espacio de un mes llevaban ya diez
asesinatos sin resolver, aquello no
podía ser.
Adam
permanecía inmóvil, las piernas no le
respondían.
“- No entres, Adam, no entres –le decía su
padre
- Pero me había dicho que íbamos a ir al
cine –protestaba él
- Ya no podrá ser –insistía su padre
- Yo quiero ir con el abuelo, quiero ir con
el abuelo - Mientras gritaba daba patadas a la puerta de la habitación
- Catherine,
llevátelo de aquí. Enseguida vienen los de la funeraria y no quiero que se
encuentren con un espectáculo.
-
¿A dónde
se lo van a llevar?, yo quiero ir con él –el niño insistía.
-
Se lo
llevan al cementerio –le aclaraba Catherine
-
Y eso qué es-volvía a preguntar
-
Es el lugar donde entierran a los muertos -Catherine le agarraba
fuerte de la mano
-
Pero
¿quien se ha muerto?
-
El abuelo,
se ha muerto el abuelo.
-
Yo quiero
ir con él.
-
No digas
tonterías, al cementerio se va cuando uno se muere.
-
Entonces , ¿ya no veré más al abuelo?
-
En persona
no, pero si cierras los ojos lo verás –Le contestaba Catherine mientras le
ponía el traje de los domingos".
Por mucho que cerrara los ojos, Adam nunca
más volvió a ver a su abuelo.
Ahora,
delante de ese fiambre Adam recordaba a su abuelo vivo, nunca se lo imaginó
muerto. Y eso que tenía delante era un muerto de verdad. A los de antes no les
había mirado la cara. Pero este le miraba a él, fijamente, sin pestañear. Salió
de la estancia, en la calle vomitó destrozando la tapia que separa la realidad
de la ficción.