Un tazón de chocolate caliente

Me gusta el chocolate a la taza, en tableta, con churros, con pan tostado, con bollo suizo, con curasán, por la mañana, por la tarde y por la noche.
Alrededor de una tazón de chocolate caliente las historias y los relatos toman forma, color, olor, sabor, y los cuentos resultan extraños a veces, otras cercanos.
El aroma del chocolate envuelve el ambiente y lo convierte en espectáculo y cuando suena el tercer aviso se levanta el telón y comienza la función.

jueves, 17 de mayo de 2012

La mujer del abrigo de visón-2


Serían las dos de la madrugada cuando, avisados por los vecinos, la policía llegaba al lugar de los hechos acordonando la zona e impidiendo la visita de los curiosos.
Dos hombres yacían muertos invadiendo la entrada a la casa en el segundo piso del portal número 48 de la París Street, un suburbio alejado de la gran ciudad. El silencio de la muerte se esparcía por el rellano de la escalera helando el aliento.

Uno de ellos había recibido un tiro en la espalda y el otro un navajazo a la altura del corazón.
El inspector Roger Macgee, un tipo bajito de aspecto sombrío, luciendo un sombrero gris que ocultaba una cabeza llena de pelo negro aplastado con gomina, subía por las escaleras. En su hombro derecho se sostenía como podía una gabardina negra.
Pasó por encima de los dos cadáveres sin prestarles atención. La habitación estaba a oscuras, solo la luz de las farolas iluminaba  una pared con retratos. En el suelo, como si también los hubieran asesinado, yacían amontonados unos libros de contabilidad. El desorden reinaba en la estancia, las sillas tiradas, las papeleras rotas, un perchero de madera con un colgador roto aparecía caído sobre una  mesa. Tan solo un carrito de bebidas permanecía intacto. Dos vasos de licor medio vacíos imploraban compasión.
-          Hay algún testigo? –preguntó Macgee a su ayudante.
-          Un vecino ha visto salir corriendo a una mujer con una pistola en la mano –contestó el ayudante Adam Smith- y al cabo de unos diez minutos ha visto salir a Frank Hataway con un maletín, se ha montado en un coche aparcado en la puerta de la casa y ha salido dirección norte.
-          ¿Por qué Frank Hataway y no otro? –Preguntó el comisario. Sus pequeños ojos verdes cubiertos con unas gafas de culo de vaso escudriñaban cada rincón de la estancia, tomando nota y cogiendo muestras de cualquier cosa que él creía sospechosa.
-          Eso mismo le he preguntado yo, de qué conocía a Frank, y me ha contestado que siempre venía a la misma hora, precisamente cuando él salía de casa para pasear al perro.-Contestó Adam.
-          Bueno, quiero a ese vecino mañana a las nueve en punto declarando en comisaría. ¿Está claro Adam? –ordenó el comisario.
-          Sí señor, mañana a las nueve en punto en comisaría, ¿debo llamar a los demás vecinos? –preguntó Adam.
-          No, de momento con un testigo tenemos suficiente, veremos si nos aclara algo. Aunque yo lo veo claro. Esto ha sido un ajuste de cuentas. A Frank Hataway lo tenían fichado los del FBI. Mañana mismo iba a ser detenido.  ¿Tenemos la descripción de la mujer? –preguntó Macgee.
-          El vecino ha dicho que era una mujer alta, delgada, y con un abrigo de visón. En la huída ha perdido un zapato –contestó Adam.
-          ¿Ha visto alguien el zapato? –preguntó Macgee.
-          No, el vecino ha dicho que Frank lo recogió y se lo llevó con él –contestó Adam.

Adam Smith, no tendría más de veinticinco años, era un joven alto y desgarbado, luciendo un flequillo rubio sobre una frente ancha y despejada exhibía un hoyuelo en la barbilla que le hacía parecer simpático. Acababa de entrar en el Cuerpo y estaba en período de pruebas. Ese día le tocaba la ronda con el Inspector Macgee. Sorprendido miraba las pequeñas manos del inspector y la agilidad de sus movimientos mientras tomaba muestras, inspeccionaba el lugar, y, por fin,  interrogaba a los muertos que, sin decir ni una sola palabra, le relataban lo sucedido.
Macgee llevaba veinticinco años deteniendo asesinos y mafiosos. Mientras meditaba sobre lo sucedido sostenía en una mano un vaso medio vacío de whisky y miraba a través del vidrio buscando una pista. Un sudor frío recorrió su frente al ver las fotos del equipo de beisbol,  The Children B.C. murmuró. Eran grandes, pensó, hasta que dejaron de serlo. Se quitó el sombrero, dejándolo encima de la mesita de los licores mientras se limpiaba las gafas, observó la desolada habitación. Escuchó los aplausos cuando vio la vitrina llena de trofeos, en sus oídos resonaba el himno de su equipo, el estadio a rebosar. Cerró los ojos y con un gesto de tristeza se puso la gabardina. Volvió a ponerse el sombrero y se guardó la libreta de los apuntes en el bolsillo derecho de su pantalón. Haciendo una señal a su ayudante, se marchó sin decir ni una sola palabra.
En la calle, Adam se fijó que las persianas de la librería “el gran secreto” estaban a medio cerrar. Miró a su jefe y le hizo una señal.
-Vamos –dijo Macgee
Entre los dos subieron la persiana y se encontraron que la puerta estaba abierta. Las estanterías de la librería estaban vacías, alguien había estado allí no hacía mucho. Una puerta al fondo estaba semiabierta. Sacando la pistola, Macgee y Adam se dirigieron hacia ella.
-¡Dios mío! –exclamaron a la vez.
- Esto es más grave de lo que yo pensaba –murmuró Macgee- las cosas se complican Adam, ayúdame.
En el suelo, un cadáver envuelto en papel de plástico enseñaba sus ojos desorbitados y su boca abierta, las manos atadas a la espalda. Del bolsillo de su chaqueta sobresalía un papel blanco.
-          Adam, pide ayuda, que vengan pronto, ¡Dios mío!, quién ha podido hacer esto. Este será el último asesinato de esta ciudad. Lo juro.

Macgee estaba desesperado, desilusionado, asqueado, en el espacio de un mes llevaban ya diez asesinatos sin resolver,  aquello no podía ser.
Adam permanecía inmóvil,  las piernas no le respondían.
“- No entres, Adam, no entres –le decía su padre
- Pero me había dicho que íbamos a ir al cine –protestaba él
- Ya no podrá ser –insistía su padre
- Yo quiero ir con el abuelo, quiero ir con el abuelo - Mientras gritaba daba patadas a la puerta de la habitación
 - Catherine, llevátelo de aquí. Enseguida vienen los de la funeraria y no quiero que se encuentren con un espectáculo.
-          ¿A dónde se lo van a llevar?, yo quiero ir con él –el niño insistía.
-          Se lo llevan al cementerio –le aclaraba Catherine
-           Y eso qué es-volvía a preguntar
-           Es el lugar donde  entierran a los muertos -Catherine le agarraba fuerte de la mano
-          Pero ¿quien se ha muerto?
-          El abuelo, se ha muerto el abuelo.
-          Yo quiero ir con él.
-          No digas tonterías, al cementerio se va cuando uno se muere.
-           Entonces , ¿ya no veré más al abuelo?
-          En persona no, pero si cierras los ojos lo verás –Le contestaba Catherine mientras le ponía el traje de los domingos".
Por mucho que cerrara los ojos, Adam nunca más volvió a ver a su abuelo.
Ahora, delante de ese fiambre Adam recordaba a su abuelo vivo, nunca se lo imaginó muerto. Y eso que tenía delante era un muerto de verdad. A los de antes no les había mirado la cara. Pero este le miraba a él, fijamente, sin pestañear. Salió de la estancia, en la calle vomitó destrozando la tapia que separa la realidad de la ficción.