Un tazón de chocolate caliente

Me gusta el chocolate a la taza, en tableta, con churros, con pan tostado, con bollo suizo, con curasán, por la mañana, por la tarde y por la noche.
Alrededor de una tazón de chocolate caliente las historias y los relatos toman forma, color, olor, sabor, y los cuentos resultan extraños a veces, otras cercanos.
El aroma del chocolate envuelve el ambiente y lo convierte en espectáculo y cuando suena el tercer aviso se levanta el telón y comienza la función.

domingo, 1 de mayo de 2011

UN REGALO DE REYES

Epifanio Pérez no llegaba a los cuarenta, era alto y delgado. Tenía la cabeza  redonda y con mucho pelo. De su cara lo que destacaba era la nariz de boxeador y las gafas que cubrían una mirada triste, la seriedad de su boca, y la falta de una sonrisa.
En el escaparate de una tienda de regalos, Epifanio, como un niño más, iba y venía mirando la cantidad de juguetes expuestos. El cristal lucía lleno de siluetas de manos de niños que se amontonaban a su alrededor dándole empujones y patadas. A Epifanio no le indignaban los niños, sino su infancia robada y los sueños que nunca le dejaron tener. No tuvo abuelos, ni primos, ni tíos. Nunca tuvo un hogar fijo, ni siquiera había tenido amigos. Sus padres trabajaban en la recogida de la fresa, de los espárragos, de la uva, de la aceituna, y cuando no había nada que recoger iban a fregar los suelos de los restaurantes, de los bares y de los hoteles. Jamás habían pasado más de tres meses en el mismo sitio. Nunca tuvo juguetes, ni tiempo para echarlos de menos. Ahora era representante de una marca de aceite de oliva, y cuando no estaba en Japón, estaba en China, y si no en Italia, así era imposible formar una familia. ¡Llevaba la misma vida que sus padres!
-Mira –una niña le liberó de sus pensamientos- esa muñeca me la he pedido yo, fíjate qué bonita es, también me he pedido la silleta. Y tú ¿qué te has pedido?- Epifanio no sabía qué responder, entonces vio un tremendo camión amarillo con una hormigonera, y le dijo:
 -Yo me he pedido ese camión -le contestó señalándolo.
–Y ¿dónde lo vas a guardar? -Le volvió a preguntar la niña. Epifanio quiso responderle, pero su madre le agarró del brazo y la sacó de allí.
Encerrado en la habitación del hotel, Epifanio jugaba con el camión amarillo. Se imaginaba en la arena de la playa con su camión, el más grande, rodeado de niños que le miraban envelesados. Tirado en la alfombra del cuarto lo arrastraba por el suelo mientras de su boca salían unos sonidos: ¡PURRUM, PURRUM, PURRUN, NNNIAC, POMBA... PURRUM, PURRUM, NNNIAC, POMBA!. El camión rodaba de lado a lado de la habitación, cuando chocaba con la pata de la cama volvía para atrás y de nuevo comenzaba el recorrido. Epifanio daba vueltas por la habitación detrás del camión Tirado todo lo largo que era por el suelo del cuarto ensayaba estrategias para girar el camión y lograr que no se estrellara contra la pared.  Se imaginaba que jugaba con un amigo sin nombre, tan vacío de sueños como él. El tiempo pasaba, como pasan las agujas mudas de reloj, y el camión se transformó en una avalancha de desencantos y frustraciones. Salió al balcón y sintió el mismo deseo que entonces: esperó a que los Reyes Magos pasaran por su habitación y le dejaran algún regalo. Pero no pasaron. La noche era fría, el viento chocaba en su cara  y su corazón se rompía en pedazos. Un chasquido, y luego silencio, un golpe y luego un suspiro. Un deseo y luego la nada, tan sólo un cielo repleto de enigmas sin resolver.
Serían las tres de la mañana cuando Epifanio decidió acostarse a la cama. Por la mañana temprano dejaría la habitación, y el camión, ¿para qué lo quería? si no tenía hijos, ni sobrinos. Hacía tiempo que no recibía regalos , si acaso algún cliente le mandaba una botella de vino que enseguida dejaba olvidada en algún rincón del hotel donde se alojaba. Esta vez no iba a ser diferente.
A la mañana siguiente Engracia, la encargada de la limpieza, encontró un camión de juguete debajo de la cama. ¡El camión de mi niño! Exclamó- ¿qué hago? ¿lo digo en recepción, o me lo llevo a casa? Las instrucciones eran claras y tajantes: Cualquier cosa que encontraran, de valor o no, en alguna habitación había que comunicarlo inmediatamente a recepción. La duda, el sentimiento de culpa, la discusión con su marido por el dinero:  ¿Tanto gasto para qué?, para hacer feliz a un niño. ¡Paparruchas! A su niño los reyes le habían dejado un camión chiquitito. La decepción había sido la tónica general aquella mañana de reyes.
Riing, riing, riing, sonaba el teléfono en la recepción del hotel.
-          ¿Enrique? –preguntó Engracia
-          ¿Sí? –contestaron en  recepción.
-          Soy Engracia, oye, ¿quién se alojó en la 422?
-          Un señor, ¿por qué?
-          ¿No tenía mujer ni hijos?
-          Ya sabes que esa información es confidencial. Engracia ¿por qué lo preguntas?
-          No, por nada -y Engracia colgó el teléfono.