En el paseo de la media luna el bar estaba cerrado y las mesas recogidas. Fermín se acercó a la puerta. Pegado en el cristal un cartel anunciaba “cerrado por reforma”. El interior lucía un aspecto sucio y desordenado. Un delantal blanco, colgado de un perchero, desvelaba sus secretos más íntimos mientras se balanceaba al ritmo de una débil corriente que se filtraba por una ventana semiabierta.
Un hombre con un mono azul aparcaba una camioneta al lado de la puerta. Fermín lo miró, y sin decir una sola palabra continuó su marcha . 
“No está permitido perros” le había insinuado una señora sentada delante de una coca-cola con patatas fritas. “Dónde lo pone, señora” le había contestado él con rabia, estuvo a punto de decirle una grosería, pero se mordió la lengua.
Era listo su perro, sabía muy bien quién estaba a su lado. Su mirada se le había quedado bien grabada, era una mirada única, expresiva, acompañada de unas orejas finas y puntiagudas. Siempre alerta, y dispuesto a complacer a su dueño. 
Justo cuando Urania Cabral iba a desentrañar su misterio, un relámpago seguido de un estruendoso trueno, vino a truncar su armonía, y la brisa se tornó en feroz huracán. Los árboles dejaron de balancearse, la agitación se apoderó de las ramas y de sus hojas, alertando de algo que estaba a punto de ocurrir.
Al oír el ruido del trueno Chuchi se asustó mucho. Levantó su cabeza, sus orejas, sus patas, se sacudió como se sacudía cuando salía del baño, y de un salto quiso sentarse en los brazos de Fermín. La correa no daba de sí. Se escondió debajo de la mesa. 
Otra explosión más fuerte que la primera, otro relámpago que alumbraba el sol y oscurecía la luz, y el perro, asustado como nunca antes lo había visto, se puso a gemir mientras tiraba de la correa, arrastrando la silla y hasta su alma. 
Fermín intentaba calmarlo, cuando de pronto otro inusitado relámpago seguido de un estruendoso ruido hizo saltar a chuchi a los brazos de su amo. 
Esta vez arrastró la silla, volcó la mesa y todo lo que había en ella. Una lluvia sin control descargaba toda el agua acumulada en los nubarrones que atravesaban el cielo. Sin poder contener a su perro, Fermín cayó para atrás, dándose un golpe en la cabeza y perdiendo el conocimiento. No recuerda cuánto tiempo estuvo allí mientras la lluvia, en una danza sin acordes, zapateaba sobre su rostro y su perro buscaba refugio dentro de su chaqueta. 
Lo que mejor recuerda de aquel día es la frase “no está permitido perros” que retumbaba en el interior de su cerebro como los truenos y los relámpagos, repitiendo una y otra vez  “no está permitido perros”, “no está permitido perros”. La cara amenazante de la señora, su boca grande cada vez más cerca de su nariz, sus ojos abiertos sin pestañas mirándole fijamente, clavándose en sus pupilas como puntiagudos palillos. Un delantal blanco tapando un fondo negro que se acercaba a él pero que nunca llegaba. El vaso en el suelo desparramando su refresco convertido en barro y unos pies descalzos inmersos en el fango, pegados al suelo sin poder levantarlos.
Fermín sonríe, ahora le hace gracia, ése día lo pasó mal. Pero es que chuchi era un cobarde, muy buen amigo, sí, pero un miedica. Recordó a su perro de nuevo y pensó que era único. 
Ya hace un mes que enterró a chuchi. Desde entonces, cuando sale a la calle no sabe a dónde ir ni qué camino tomar, hoy ha decidido ir  a ver a Isidro, el veterinario, que tiene un perro para él. No sabe qué nombre ponerle. De una cosa está seguro, no se llamará chuchi.
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