Un tazón de chocolate caliente

Me gusta el chocolate a la taza, en tableta, con churros, con pan tostado, con bollo suizo, con curasán, por la mañana, por la tarde y por la noche.
Alrededor de una tazón de chocolate caliente las historias y los relatos toman forma, color, olor, sabor, y los cuentos resultan extraños a veces, otras cercanos.
El aroma del chocolate envuelve el ambiente y lo convierte en espectáculo y cuando suena el tercer aviso se levanta el telón y comienza la función.

martes, 30 de agosto de 2011

LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

Todo empezó una mañana, no sé si era invierno, verano, o primavera, yo tendría once años: abrí la puerta de la capilla, buscando a alguien, el coro del colegio estaba ensayando el “Ave María” de Schubert, fue algo impactante, la voz de la solista era clara, como si los propios ángeles estuvieran cantando. Me quedé embelesada, no sabía dónde estaba… en las nubes, como siempre. El caso es que cuando llegué a casa le dije a mi padre que quería aprender música, en concreto el piano, sí, que quería ser concertista de piano. Por aquel entonces para mi padre yo era la “niña de sus ojos”, así que sin más dilación se dirigió al colegio, habló con las monjas, y al día siguiente estaba yo aprendiendo solfeo.

Al cabo de unos meses, mi padre fue a enterarse de cómo iban mis clases de piano, siempre me ponían sobresalientes, y a lo mejor era hora de plantearse el comprar un piano. Al llegar a casa, mi padre me llamó, me explicó que había estado hablando con la madre Gloria, y ésta le había dicho que yo era muy formal asistiendo a clase, y que se notaba mucho interés por mi parte, pero … yo no valía para la música, no tenía oído y difícilmente podía llegar a ningún sitio en el mundo del arte…

El consejo de mi padre fue que me olvidara de la música, que había que tener cualidades muy particulares, y no era mi caso …

Me llevé un disgusto morrocotudo, despotriqué contra las monjas, a ver qué sabían ellas, al final me conformé.
  
Después de mucho cavilar, pensar, escuchar, y todo eso, me dirigí  de nuevo a mi padre y decidida le dije que quería aprender a escribir a máquina.

Mi padre, viendo que no era muy buena estudiante, decidió que lo mejor que podía hacer era apuntarme a lo que entonces se llamaba “Secretariado de empresas”, así, mientras aprendía a escribir a máquina, aprovechaba el tiempo y estudiaba otras cosas.

Pero a mi lo que de verdad me gustaba era escribir a máquina, con las teclas componía mis propias canciones, taca, taca, taca, taca, ta!, la máquina de escribir iba a ser mi instrumento de música, podía dar todos los conciertos que quisiera, podía interpretar mis propias canciones, mi propia música.

Mis manos volaban, mis dedos se perdían entre las teclas, y de la máquina salían acordes, tonos, en sí bemol, en la mayor. Había descubierto el pentagrama de la máquina de escribir, los sonidos de las teclas, el tabulador, el espaciador, la letra a, la b, la c, la o, la i, la m … componía palabras, las palabras se transformaban en oficios, cartas, memorias, resúmenes, comunicaciones, resoluciones, órdenes del día, saludas, presentaciones ….

Me sentía concertista total, taca, taca, taca, taca ta!.

La máquina de escribir, instrumento que sirve para  transformar la realidad en fantasía, y yo, hemos sido únicas, compañeras inseparables, hasta que llegó el ordenador y su teclado, que es otra forma de expresar lo que uno lleva dentro, …