Si quieres que te cuente un cuento calla y
escucha:
“Érase una vez un rey que tenía dos hijas, una era
guapa, la otra no tanto, una era dulce y bondadosa, la otra revoltosa y tosca.
A Rosalinda, la bella y dulce princesa, le gustaba la
música, cantaba tan bien que hasta el viento se detenía en su ventana para
escucharla.
Rosalinda guardaba un secreto, por la noche, cuando todo
el mundo dormía, bailaba descalza sobre las frías baldosas de su habitación.
A Tremebunda, la revoltosa y tosca princesa lo único
que le gustaba era cazar y nadar en el río.
Tremebunda también guardaba un secreto, por las
noches le gustaba mirar las estrellas y soñar que viajaba a la luna.
Cuando dejaron de ser niñas el rey pensó que debía de casarlas, él ya estaba mayor y su
reino necesitaba un descendiente, así que publicó un bando por el mundo entero
ofreciendo una fortuna por casarse con cada una de sus hijas.
Poco a poco fueron llegando gentes de
todas partes. Farolillos, banderitas, y
flores adornaban los alrededores. Vendedores ambulantes, mercaderes venidos de
más allá del horizonte y comediantes se congregaron alrededor del palacio.
La víspera de las presentaciones el rey llamó a las
dos princesas, éste les puso bien clara la situación: o se casaban o tendrían
que emigrar, y en el caso de que sucediera esto último el reino pasaría a
formar parte del país vecino, con el que siempre estaban en conflicto.
Compungidas las dos princesas, sabedoras que lo que
decía su padre era la auténtica y única verdad que le habían escuchado decir en
los últimos años, tomaron en secreto la decisión de elegir ellas al pretendiente ideal, sabiendo que
entre todos aquellos extraños que venían a pedir su mano no se encontraba el
príncipe azul con el que habían soñado.
Conforme los iban llamando, los pretendientes,
curriculum en mano, leían unos versos
dedicados a una u otra princesa y pasaban a ocupar un lugar en la tribuna de
invitados.
Aburridas, Rosalinda y Tremebunda bostezaban sin
ningún pudor, aquella situación les resultaba aburrida e incómoda. Su padre,
que las conocía demasiado, les había atado al asiento para que no escaparan.
Una vez oídas todas las presentaciones pasaron a un
gran salón, unos criados con librea iban sirviendo suculentos platos y
poniéndolos encima de las mesas preparadas para celebrar tan grato
acontecimiento.
El rey y la reina presidían la mesa, a su izquierda
Rosalinda y a su derecha Tremebunda, alrededor suyo los pretendientes luchaban
entre ellos por estar al lado de cualquiera de las dos princesas.
Todos hablaban de las cualidades y defectos de Rosalinda o de los bruscos modales de Tremebunda. Sin embargo ellas no mostraban ningún
interés por aquellos caballeros que, alentados por una cifra millonaria de
maravedíes, habían llegado hasta allí pensando hacer fortuna con cualquiera de
las dos.
La situación no era nada de gratificante y menos
teniendo en cuenta que ninguno había
declarado en su currículum el amor por la música, la caza o cualquier otro tema
relacionado con la belleza que inspira la luna llena, o un árbol repleto de
manzanas.
Así las cosas, la cena iba acabando, ellas debían de
elegir, el rey les preparaba una sorpresa, y todo el mundo esperaba impaciente
el final de aquel espectáculo en el que un rey rifaba a sus hijas con la
intención de que su reino no desapareciera.
Y llegó la sorpresa, un elenco de bailarinas y
danzaris aparecieron en escena. Al compás de un vals los danzantes se movían
sobre la pista como peonzas en una mesa de ajedrez.
Los invitados se quedaron atónitos cuando las dos
princesas salieron al escenario y se perdieron entre los acordes de la música
dejándose llevar por los bailarines, que, ágiles como garzas, las sacaron de
allí.
El desolado rey tiró la mesa, expulsó a los
pretendientes, desterró a la reina y se quedó sin reino. “