El ascensor
paró en el tercer piso iluminando el
rellano de la escalera. Mari y Eduardo acababan de llegar a casa. Impaciente
por abrir la puerta el hombre sacó un manojo de llaves que guardaba en el
bolsillo de la gabardina.
-¿Y la niña? -Preguntó
Eduardo mientras elegía la llave.
-Silvia se ha
ido al pueblo de su amiga Puri a pasar el fin de semana, hasta el domingo no
vendrá.-Contestó Mari guardando los guantes en el bolso.
-Echaré de
menos sus besos -Eduardo sentía un amor infinito hacia su hija.
Satisfecho por
haber dado con la llave la introdujo en la cerradura. Al girarla se dio cuenta
que algo no iba bien.
-Yo cerré la
puerta con llave al marcharme -pensó en voz alta.
- Pasa algo?
-Preguntó Mari
-No, nada, es
que alguien ha entrado en casa antes que nosotros. Precisamente hoy hemos
estado hablando en la oficina, Julián me ha dicho que últimamente está habiendo
muchos robos en las casas.
-No digas
tonterías Eduardo, quién va a querer entrar en esta casa si no hay nada de
valor, lo ves, no hay nadie.
Al encender la
luz el recibidor se iluminó, todo estaba correcto.
Eduardo suspiró
con alivio. Sin embargo, Mari supo enseguida que algo había pasado. La primera
habitación que abrieron fue el cuarto de la niña, estaba desordenado como
siempre, la cama sin hacer, los libros y
los apuntes por el suelo, en la mesita de noche una novela policíaca de Agatha
Christie y, ¡cómo no!, el móvil olvidado encima de una silla. Nada hacía pensar que allí
hubiera pasado algo.
El ruido de los
tacones de Mari retumbaban a lo largo
del pasillo y el eco devolvía sonidos misteriosos que hacían erizar el cabello
y tensar las manos de Eduardo.
Pasaron por la
cocina, de un vistazo Mari comprobó que todo estaba en su sitio, pero faltaba
algo. No le dio tiempo a pensar qué era lo que hacía que la cocina no fuera la
misma que ella había dejado antes de salir de casa. Porque en el preciso
momento en que Eduardo entraba en el cuarto de estar gritó:
- ¿Dios mío,
qué ha pasado aquí? ¡Mari ven!
En la
habitación todo estaba revuelto, como si
se hubiera desencadenado una batalla campal, el jarrón de la mesa hecho añicos
y las flores desparramadas por un riachuelo de agua formado al estrellarse
contra el suelo. El retrato de bodas, caído boca abajo como un mal presagio, yacía
entre montones de revistas. Unas sombras oscuras hacían parecer vulgar una
alfombra de seda que cubría el parquet transformándola en una estera de portal.
Mari gritó
horrorizada, instintivamente comenzó a recoger los trozos de cristal, las
flores marchitas, el retrato de bodas y regresó a la cocina.
-Eduardo, nos han robado
cincuenta euros, sentenció mientras depositaba en el cubo de basura los restos
del vendaval.
-Estás segura? Preguntó Eduardo
incapaz de moverse.
-Sí, yo había dejado el dinero en
el cenicero, le iba a pagar a Cati lo que le debía.
-¿Has mirado en el armario de nuestro cuarto?
Mari salió corriendo hacia su habitación, abrió el armario, no había huellas extrañas, ni olores raros. Abrió el cajón de la cómoda, las joyas estaban en su sitio, el reloj de su padre, los pendientes de su abuela, la pulsera de casada, el collar de su hermana…
-Todo está en orden.
-En la fregadera hay un vaso
-comprobó Eduardo- ¿Y si ha sido Cati? Te he dicho mil veces que no hace falta
que venga nadie de fuera a limpiar la casa.
- Pero por qué piensas que ha
sido ella?
- Y quién si no
- Porque ella no es capaz de
hacer este destrozo
-No tiene por qué haber sido
ella. No dices que a su marido le gusta mucho el dinero?
-Pero eso no tiene nada que ver.
Cati es muy honrada
-Bueno, pues quien sea menudo
chandrío nos ha hecho
-Llama a la policía, dijo Mari con resolución.
Eduardo cogió la guía de teléfonos
-No encuentro el número,
- Pues llama al 112, le contestó Mari nerviosa
- El teléfono no funciona, dijo Eduardo cuando lo descolgó.
- Vaya por Dios, es que hoy todo va a salir mal? Coge
el teléfono de nuestro cuarto
- También puedes llamar por el móvil.
- Hola mami, hola papi-gritaba Silvia desde la entrada.
Un perro grande
y marrón con las orejas tiesas entró como una bala en la estancia y se avalanzó
sobre Eduardo que cayó sentado en el sofá, el perro comenzó a lamerle la cara. Aprisionado
por las patas del perro sentía como si le hubieran caído encima cuarenta sacos
de patatas, hacía aspavientos con las manos intentando zafarse de los lametazos
sin ningún resultado.
Silvia dejó las
llaves y la correa en el cenicero de la cocina. Se quitó el abrigo y abrazó a
su madre.
-Es iordi, el perro de Puri. Me
ha pedido que se lo cuidemos el fin de semana. A su abuela la han ingresado y
su madre tiene que cuidarla. Ah, por cierto, te he cogido cincuenta euros para
comprarle comida y unas cuantas cosas más, es para que el perro se encuentre
bien en esta casa.
Después llamó a
iordi, cogiéndole de las orejas le zarandeaba. Eduardo podía respirar
tranquilo.
-Entonces este destrozo…? Balbuceó la madre…