Un tazón de chocolate caliente

Me gusta el chocolate a la taza, en tableta, con churros, con pan tostado, con bollo suizo, con curasán, por la mañana, por la tarde y por la noche.
Alrededor de una tazón de chocolate caliente las historias y los relatos toman forma, color, olor, sabor, y los cuentos resultan extraños a veces, otras cercanos.
El aroma del chocolate envuelve el ambiente y lo convierte en espectáculo y cuando suena el tercer aviso se levanta el telón y comienza la función.

martes, 27 de marzo de 2012

La mujer del abrigo de visón


La voz de Frank Sinatra cantando “My Way”  brotaba del interior de un aparato de radio colocado encima de un archivador vacío.
El abogado Frank Hataway , un hombre corpulento de unos cuarenta  años, sentado delante de la mesa de su despacho introducía documentos en un maletín. En el respaldo de la silla colgaba su chaqueta blanca.

La habitación era grande, los techos altos. En  una de las paredes se exhibían las fotos de los ganadores del campeonato de  beisbol de las temporadas 1941-1942, 1942-1943 y 1943-1944. Por otro lado una vitrina repleta de trofeos y un reloj parado a las doce de un día o de una noche cualquiera completaban el espacio libre de la pared. Terminaban la decoración unas estanterías desiertas de  libros.
Por el suelo, amontonados desordenadamente, los libros de contabilidad imploraban auxilio. Abandonada a su suerte  una papelera repleta de documentos rotos buscaba un sitio donde quedarse. Papeles tirados por el suelo y un carrito con botellas de whisky, coñac y ginebra medio vacías y unas copas a medio llenar  vagabundeaban por la habitación sin saber exactamente cuál era su lugar.
Colgada de un  perchero de madera tallada la gabardina de Frank esperaba a su dueño impregnada de olor a tabaco a licor y a lujuria.
Un hombre con traje gris y zapatos de charol de color  blanco y negro, entró por la puerta con un sobre en la mano.
-Jimmy, llegas tarde –dijo Frank enfadado
-No exageres Frank, habíamos quedado a las ocho y cuarto, y son las ocho y veinte -le respondió Jimmy mirándose el reloj-. Jhony me ha dado este sobre para ti
Hacía seis meses que Jimmy había cumplido treinta años, más bien delgado, con el pelo rizado y una nariz puntiaguda, era amigo de Frank desde que dejó de jugar al beisbol.
-¿Dónde lo habéis puesto? –preguntó Frank mientras abría el sobre.
-En el coche –contestó Jimmy secamente.
La cara de Frank se descomponía conforme iba leyendo el contenido del sobre. Dió un puñetazo en la mesa y se dirigió al carrito de las botellas,  llenó dos copas y le ofreció una a Jimmy, que estaba mirando por la única ventana sin visillos de la habitación.

La calle era oscura y gris, un gato negro cruzaba de un lado a otro. La luz amarillenta de dos farolas aclaraban  tenuemente la vía. Hacía frío, el humo de los coches cubría de niebla lo que quedaba sin alumbrar. Una mujer  rubia con abrigo de visón y  zapatos de tacón altos esperaba en la esquina  junto a la librería “El gran Secreto”.
-¿Lo habéis envuelto como os dije? –volvió a preguntar a la vez que se tragaba la copa de whisky. -Frank estaba furioso.  
-Pareces nervioso –contestó Jimmy sin mirarle.
- ¿Lo habéis envuelto como os dije? –volvió a preguntar Frank con ansiedad.
Jimmy seguía mirando por la ventana sin hacerle caso. Ahora pensaba en la mujer del visón. Su figura le recordaba a alguien que conoció una vez, una mueca burlona desfiguró su rostro. Sus ojos se cerraron y apretó los puños. Y dirigiéndose a Frank le dijo:
-Frank, eres patético, ya te he dicho que lo hemos puesto en el coche. ¿Qué más quieres? No sé si lo hemos envuelto como tú dijiste, sólo sé que está envuelto y bien envuelto –conforme hablaba, su rostro  se iba enrojeciendo, de sus ojos saltaban chispas, su puntiaguda nariz recordaba una bala a punto de ser disparada.
La música se interrumpió de pronto para dar paso al noticiario. El presidente del Club de Beisbol “The Children B.C.”  había sido arrestado, y los locales del club  precintados por la policía. La música volvió a sonar, esta vez Louis Armstrong cantaba “What a Wonderful World”.

Frank, que fumaba un cigarrillo detrás de otro, se levantó del asiento y con rabia estampó la copa en la pared de los retratos.

-¿Qué fácil os resulta  no? Claro soy yo el que tiene que dejarlo todo atado y bien atado, a mí me toca siempre el trabajo más sucio –Frank estaba fuera de sí- Como todo salga mal, vendrán a por mí, los conozco. Y mientras vosotros tomáis el sol en la playa,  yo acabaré pudriéndome en la cárcel, ¿pero  lo habéis envuelto bien? –insistía.
Acercándose a Jimmy le apuntó con un revólver en la cabeza, éste cogió la mano de Frank y se la retorció hasta hacerle soltar el arma.
-¿Cómo lo habéis envuelto? ¿en qué coche lo tenéis? ¿cuándo lo habéis hecho? –Frank tenía ojos de loco, babeaba de rabia. Cogió el revólver del suelo y lo metió en el cajón de la mesa.
Unas gotas de sudor resbalaban por su frente aterrizando en el bigote que le cubría la boca. Con un pañuelo blanco secaba la humedad de su cara y de su cuello. Estaba empapado, su camisa de rallas azul y blanca dejaba a la vista unas manchas oscuras debajo de sus axilas. Quiso llenar la copa de nuevo pero la botella estaba vacía. Con la mirada buscó otra. El licor se había terminado. Volvió a sentarse.
Jimmy no le hacía caso, seguía mirando por la ventana. La mujer del visón continuaba en la esquina. Las persianas de la librería estaban a medio bajar. Un camión de mudanzas se paró enfrente de la casa.
-Frank tranquilízate, ahora iremos al coche y verás que todo está como tú dijiste –Jimmy no soportaba a Frank, estaba harto de sus ataques de ira. Este sería su último trabajo juntos.
Las persianas de la librería se elevaron. Del camión de mudanzas bajaron dos hombres. La mujer del abrigo de visón los miró con extrañeza.
En un oscuro rincón un gato defendía su territorio. La tenue luz de las farolas alumbraban la noche que se apoderaba de la calle cubriéndola de un siniestro manto.
-Vamos, es la hora –Dijo Frank más tranquilo cerrando el maletín.
La voz de Edith Piaff  cantaba “Milord” cuando Frank apagó la radio. El timbre de la entrada sonó con rabia.
Frank sacó la pistola del cajón, y fue a esconderse detrás de la puerta indicando a Jimmy que abriera.
-¿Quién es? -Preguntó Jimmy
-Soy yo, Anthony –contestó una voz.
La sombra de la duda pasó velozmente por la mente de Jimmy, sabía bien quién era Anthony, lo conocía desde pequeño y estaba seguro de que el que hablaba al otro lado no era el que decía ser. Miró a Frank, se metió la mano dentro de la chaqueta y sacó una navaja.

Volvió a mirar a Frank. Su mano sudada se aferraba a la manilla de la puerta.  Su pasado volvió como una bofetada a estamparse contra su rostro. Abrió la puerta, y sin decir ni una sola palabra clavó la navaja en el corazón de su mejor amigo. Al oír el grito, Frank se estremeció de miedo, apretó el gatillo y disparó contra Jimmy.

Un reguero de sangre corría por las escaleras manchando los zapatos de tacón de la mujer del abrigo de visón.

jueves, 15 de marzo de 2012

Don Anselmo


Se anunciaba en el periódico: “Se necesita persona responsable para trabajo administrativo”. Nada más llegar, don Anselmo, un hombre jovial  de unos cincuenta años, me hizo sentarme en una mesa con un teléfono, un lápiz y una libreta. Un tubo fluorescente iluminaba la estancia y la sombra de don Anselmo aparecía y desaparecía cada vez que venía a comprobar que yo estaba haciendo lo que me había ordenado. Ese mismo día estaba contratada.
En casa todos se alegraron. Si tenía trabajo podría emanciparme.
Mi trabajo consistía en llamar a los teléfonos que don Anselmo me pasaba, contactos con los que él hacía “sus negocios”, nunca supe qué negocios eran ni los  nombres verdaderos de las personas a las que me dirigía. Lo único que me  importaba era cobrar a fin de mes. Me pagaba muy bien, más de una vez recibí una propina metida en un sobre que desde luego nunca rechacé.
Recuerdo que era noviembre, el otoño acababa de dejar los árboles sin hojas y en la calle se barruntaba la llegada del invierno. Don Anselmo leía unos informes que yo le había preparado sobre inversiones en la bolsa cuando, sin llamar a la puerta,  apareció  un hombre que, aparentemente, quería pasar desapercibido,  vestía una gabardina gris con el cuello subido, los ojos tapados por unas gafas, las manos cubiertas con unos guantes, y en la cabeza una boina. Entró sin saludar, dejó un sobre encima del mostrador y desapareció.

Don Anselmo, al verlo, salió de su despacho nervioso, recogió el sobre y volvió sobre sus pasos, sin decirme nada cerró la puerta. 

La visita de aquel hombre dejó un halo de misterio que yo intuía, pero sin adivinar qué podría ser.
Trabajaba como una araña que teje su tela sin pensar que cualquier chaparrón puede desencadenar una desgracia.
La culpa la tuvo el dichoso ordenador que no funcionaba.
-¿Pedro?, buenos días, soy Puri, ¿qué tal las vacaciones?
-Buenas días Puri -contestó Pedro desde el otro lado del teléfono- ya sabes de vacaciones genial, ¿y tú? ¿cómo van tus inversiones?-¿Mis inversiones?, bien, ya tengo ahorrado para la primera entrada del piso. Hablando de otra cosa, Pedro, mi ordenador no se enciende.
-¿Has comprobado que los cables  están bien conectados?
-Sí, todo está en su sitio.
-En ese caso, en cuanto pueda iré a ver qué le pasa a tu ordenador.
Ahora que el tiempo ha pasado el recuerdo de aquella fatídica mañana se repite como una peonza dando vueltas en el parquet.
Llamaron a la puerta, cuando entró me asusté, el mismo hombre de la gabardina gris pedía permiso para entregar un sobre. Algo me hizo pensar que aquel día iba a ser distinto.
-Buenas, traigo una carta para don Anselmo  –esta vez habló, noté en su voz sarcasmo.
-Déjela usted ahí –dije señalando una bandeja encima del mostrador. Me quedé un rato mirando  con  tristeza a aquel hombre misterioso mientras desaparecía  por la misma puerta por la que había entrado.
Parece una tontería, pero entonces me di cuenta de lo molesto que puede resultar el ruido que hace el teléfono al sonar.
-¿Puri?, soy Pedro, oye, que no sé si voy a poder arreglarte el ordenador.
-¿Y me vas a tener toda la mañana de brazos cruzados?
-Oye, así están las cosas, ¿no has oído la radio?.
-No, ¿qué pasa?
- Nada, ya te enterarás.
- Vale, no te pierdas - Y  como se esfuma el humo de un cigarro perdí la ocasión de saber de qué me tenía que enterar.

De nuevo el teléfono volvía a reclamar mi atención:
-Buenos días, soy Gutiérrez, está don Anselmo?
-No, hasta media mañana no llegará
-Dígale que es muy urgente, que necesito hablar con él.
Hacía frío, la calefacción estaba apagada, unos días  antes el portero me comentó que había problemas con la caldera.
El teléfono volvió a sonar
-Buenos días, está don Anselmo?
-Buenos días, don Anselmo  hasta las once no llegará, ¿quién le llama?
-Soy su mujer, es muy urgente, ¿sabe usted dónde está?
-Hola doña Carmen, no, no sé dónde está, ayer me dijo que hoy llegaría hacia las once. En cuanto llegue le digo que le llame. 
Doña Carmen, la mujer de don Anselmo, siempre bien vestida, bien peinada, con los zapatos y el bolso haciendo juego y el carmín de los labios del mismo el color del vestido. Solía venir por la oficina los viernes, entraba como si fuera una novia camino del altar. Movía mucho las caderas, aparentemente era tan jovial como su marido, qué cosas, nunca me fié de ella.
El teléfono volvió a sonar.
-Buenos días, está don Anselmo?
- Buenos días, don Anselmo hasta las once no llegará.
- Llamaré a partir de esa hora, gracias .
-Oiga, ¿no quiere dejar ningún recado?- pero ya había colgado.
De nuevo sonaba el teléfono :
-Buenos días señorita, le llamo de la fiscalía, ¿está don Anselmo? –como si fuera normal que llamaran de la fiscalía.
-Pues don Anselmo no está, ¿si quiere dejar algún recado? –siempre la misma contestación seguida de la misma pregunta.
-No, gracias, solamente dígale que le hemos llamado y que es muy urgente que se ponga en contacto con nosotros. 
Rechacé cualquier mal pensamiento, me olvidé de la fiscalía, y me centré en contestar las llamadas del teléfono. Eran las once de la mañana. El sobre seguía en la bandeja. Había terminado de ordenar el archivo y faltaban unos documentos, me extrañó porque yo soy muy ordenada y jamás pierdo un papel.

Estaba revolviendo los cajones de mi mesa intentando encontrar los dichosos expedientes cuando dos hombres altos y fuertes entraron y la espaciosa sala quedó reducida a salita.
 -Buenos días, está don Anselmo? –no tendría más de cuarenta años, en la cara una cicatriz debajo del ojo izquierdo, la nariz grande y aguileña sobresalía por encima de una boca pequeña y por debajo de unos ojos hundidos, tenía firmeza en la voz  y seguro de lo que venía a hacer.
-Don Anselmo no está, si quieren esperarle –les señalé un asiento al lado de la puerta.
-¿Sabe a qué hora vendrá? –preguntó a la vez que  colocaba las manos encima del mostrador enseñando unos dedos gordos con las uñas mordidas.
-Pues dejó dicho que vendría sobre las once, así que no tardará en llegar -me sentí como una oveja en un corral.
Los dos hombres, sin quitarme la vista de encima hablaron entre ellos unos minutos.
-Señorita, le traemos estos documentos, tal vez los haya echado en falta –Eran los documentos que yo andaba buscando. Les miré con sorpresa, me contestaron con una sonora carcajada.
- Quisiera ir al lavabo, ¿me puede decir dónde está? - dijo el otro que también era grande, y más gordo, no recuerdo ninguna característica especial en su rostro, quizás me recordara a algún personaje de la televisión, tal vez fuera jugador de pelota, porque llevaba los dedos de las manos vendados.
Me sudaban las manos, la cara me ardía, y las piernas me temblaban, me sentí en un hormiguero en día de tormenta.
-Saliendo a la derecha, pero espere, que necesitará llave –El lavabo estaba en el rellano de la escalera, lo compartíamos entre las cuatro oficinas que allí había.
El hombre salió y regresó al cabo de un rato.
Mientras tanto el otro se sentó donde yo le había indicado y se puso a hablar por el móvil. No le entendí muy bien lo que hablaba, pero en alguna ocasión dijo algo así como “al pastel le falta la guinda” y también “en cuanto aparezca lo trinco”.
Dándoles la espalda quise ignorarlos, lo que habían venido a hacer no estaba relacionado conmigo.
-Todo en orden, jefe –dijo en voz alta cuando regresó.
Entonces sonó el teléfono, ellos quisieron llegar antes, pero yo estaba más cerca.
-Hola Puri, ¿ya sabes la noticia?-preguntaban al otro lado del teléfono
-No, ¿qué noticia?
-¿No sabes lo de don Anselmo?
-No, ¿qué pasa con don Anselmo?
-¿Pero de verdad no te has enterado?
-Que no, acaba ya de decírmelo.
-Luego te llamo.
Y me dejó así, con la boca abierta, sin contarme lo que pasaba, con aquellos dos tipos esperando una señal, escuchando con atención, adivinando cada palabra e interpretando los gestos y muecas que hacía cada vez que hablaba. Estaban de pie con los codos apoyados en el mostrador y la mirada fija en el teléfono que volvió a sonar.
- Buenos días Puri, soy don Anselmo.
-Hay dos señores esperándole -le dije secamente.
-Puri, por favor, asómese a la ventana y dígame, ¿ve algo raro?
Un gran ventanal iluminaba el despacho del jefe. Me acerqué a la ventana, retiré las cortinas y comprobé que en la calle brillaba el sol, los transeúntes caminaban despacio, un audi-6 de color negro hacía guardia delante del portal, en la acera dos personas hablaban al lado de una farola.
-Sí, sí, me he tomado ya dos cafés en el bar de la esquina, sí, el tercero me lo tomaré en el bar de enfrente –al darme la vuelta comprobé que los dos hombres me habían seguido y don Anselmo, al otro lado del teléfono imploraba que no lo delatara.
-No le puedo decir dónde estoy, si llama mi mujer dígale que he tenido que salir de viaje –Sentí un golpe en mi hombro que me hizo soltar el teléfono, me volví hacia ellos, quise gritar, pero lo único que les interesaba era insultar a don Anselmo y destrozar su despacho.
Cogí mis cosas y me marché sabiendo que nunca más volvería a pisar la oficina.
En el bar de enfrente la gente se apiñaba alrededor de un mostrador repleto de tapas. En la televisión el comentarista repetía sin cesar una noticia: “Importante empresario, amigo de políticos y asesor de algunas de las grandes empresas del país, había sido imputado en un caso de evasión de impuestos y blanqueo de dinero”.


jueves, 1 de marzo de 2012

La vida se vuelve rutina




El teléfono, el ordenador y los folios,  el cigarro, el café y la copa,  el bar, el mostrador y el barman, ingredientes de un espectáculo que se repite sin cesar por la mañana, la tarde y la noche.  
La vida se vuelve rutina por mucho que intentes verla de forma distinta, sin saborear el café, sin disfrutar de la copa, sin aspirar el humo del cigarro.