La voz de Frank Sinatra cantando “My Way”
brotaba del interior de un aparato de radio colocado encima de un
archivador vacío.
El abogado Frank Hataway , un
hombre corpulento de unos cuarenta años,
sentado delante de la mesa de su despacho introducía documentos en un maletín.
En el respaldo de la silla colgaba su chaqueta blanca.
La habitación era grande, los
techos altos. En una de las paredes se
exhibían las fotos de los ganadores del campeonato de beisbol de las temporadas 1941-1942,
1942-1943 y 1943-1944. Por otro lado una vitrina repleta de trofeos y un reloj
parado a las doce de un día o de una noche cualquiera completaban el espacio
libre de la pared. Terminaban la decoración unas estanterías desiertas de libros.
Por el suelo, amontonados
desordenadamente, los libros de contabilidad imploraban auxilio. Abandonada a
su suerte una papelera repleta de
documentos rotos buscaba un sitio donde quedarse. Papeles tirados por el suelo
y un carrito con botellas de whisky, coñac y ginebra medio vacías y unas copas
a medio llenar vagabundeaban por la habitación
sin saber exactamente cuál era su lugar.
Colgada de un perchero de madera tallada la gabardina de
Frank esperaba a su dueño impregnada de olor a tabaco a licor y a lujuria.
Un hombre con traje gris y
zapatos de charol de color blanco y
negro, entró por la puerta con un sobre en la mano.
-Jimmy, llegas tarde –dijo Frank
enfadado
-No exageres Frank, habíamos
quedado a las ocho y cuarto, y son las ocho y veinte -le respondió Jimmy
mirándose el reloj-. Jhony me ha dado este sobre para ti
Hacía seis meses que Jimmy había
cumplido treinta años, más bien delgado, con el pelo rizado y una nariz
puntiaguda, era amigo de Frank desde que dejó de jugar al beisbol.
-¿Dónde lo habéis puesto? –preguntó
Frank mientras abría el sobre.
-En el coche –contestó Jimmy
secamente.
La cara de Frank se descomponía conforme
iba leyendo el contenido del sobre. Dió un puñetazo en la mesa y se dirigió al
carrito de las botellas, llenó dos copas
y le ofreció una a Jimmy, que estaba mirando por la única ventana sin visillos de
la habitación.
La calle era oscura y gris, un
gato negro cruzaba de un lado a otro. La luz amarillenta de dos farolas aclaraban tenuemente la vía. Hacía frío, el humo de los
coches cubría de niebla lo que quedaba sin alumbrar. Una mujer rubia con abrigo de visón y zapatos de tacón altos esperaba en la
esquina junto a la librería “El gran
Secreto”.
-¿Lo habéis envuelto como os
dije? –volvió a preguntar a la vez que se tragaba la copa de whisky. -Frank
estaba furioso.
-Pareces nervioso –contestó Jimmy
sin mirarle.
- ¿Lo habéis envuelto como os
dije? –volvió a preguntar Frank con ansiedad.
Jimmy seguía mirando por la
ventana sin hacerle caso. Ahora pensaba en la mujer del visón. Su figura le
recordaba a alguien que conoció una vez, una mueca burlona desfiguró su rostro.
Sus ojos se cerraron y apretó los puños. Y dirigiéndose a Frank le dijo:
-Frank, eres patético, ya te he
dicho que lo hemos puesto en el coche. ¿Qué más quieres? No sé si lo hemos
envuelto como tú dijiste, sólo sé que está envuelto y bien envuelto –conforme
hablaba, su rostro se iba enrojeciendo,
de sus ojos saltaban chispas, su puntiaguda nariz recordaba una bala a punto de
ser disparada.
La música se interrumpió de
pronto para dar paso al noticiario. El presidente del Club de Beisbol “The Children B.C.” había sido arrestado, y los locales del club precintados por la policía. La música volvió a
sonar, esta vez Louis Armstrong cantaba “What
a Wonderful World”.
Frank, que fumaba un cigarrillo
detrás de otro, se levantó del asiento y con rabia estampó la copa en la pared
de los retratos.
-¿Qué fácil os resulta no? Claro soy yo el que tiene que dejarlo todo
atado y bien atado, a mí me toca siempre el trabajo más sucio –Frank estaba
fuera de sí- Como todo salga mal, vendrán a por mí, los conozco. Y mientras
vosotros tomáis el sol en la playa, yo acabaré
pudriéndome en la cárcel, ¿pero lo
habéis envuelto bien? –insistía.
Acercándose a Jimmy le apuntó con
un revólver en la cabeza, éste cogió la mano de Frank y se la retorció hasta
hacerle soltar el arma.
-¿Cómo lo habéis envuelto? ¿en
qué coche lo tenéis? ¿cuándo lo habéis hecho? –Frank tenía ojos de loco, babeaba
de rabia. Cogió el revólver del suelo y lo metió en el cajón de la mesa.
Unas gotas de sudor resbalaban
por su frente aterrizando en el bigote que le cubría la boca. Con un pañuelo
blanco secaba la humedad de su cara y de su cuello. Estaba empapado, su camisa
de rallas azul y blanca dejaba a la vista unas manchas oscuras debajo de sus
axilas. Quiso llenar la copa de nuevo pero la botella estaba vacía. Con la
mirada buscó otra. El licor se había terminado. Volvió a sentarse.
Jimmy no le hacía caso, seguía
mirando por la ventana. La mujer del visón continuaba en la esquina. Las
persianas de la librería estaban a medio bajar. Un camión de mudanzas se paró
enfrente de la casa.
-Frank tranquilízate, ahora
iremos al coche y verás que todo está como tú dijiste –Jimmy no soportaba a
Frank, estaba harto de sus ataques de ira. Este sería su último trabajo juntos.
Las persianas de la librería se
elevaron. Del camión de mudanzas bajaron dos hombres. La mujer del abrigo de visón los
miró con extrañeza.
En un oscuro rincón un gato
defendía su territorio. La tenue luz de las farolas alumbraban la noche que se
apoderaba de la calle cubriéndola de un siniestro manto.
-Vamos, es la hora –Dijo Frank más
tranquilo cerrando el maletín.
La voz de Edith Piaff cantaba “Milord”
cuando Frank apagó la radio. El timbre de la entrada sonó con rabia.
Frank sacó la pistola del cajón,
y fue a esconderse detrás de la puerta indicando a Jimmy que abriera.
-¿Quién es? -Preguntó Jimmy
-Soy yo, Anthony –contestó una
voz.
La sombra de la duda pasó
velozmente por la mente de Jimmy, sabía bien quién era Anthony, lo conocía
desde pequeño y estaba seguro de que el que hablaba al otro lado no era el que
decía ser. Miró a Frank, se metió la mano dentro de la chaqueta y sacó una
navaja.
Volvió a mirar a Frank. Su mano sudada
se aferraba a la manilla de la puerta. Su pasado volvió como una bofetada a estamparse contra su rostro. Abrió la
puerta, y sin decir ni una sola palabra clavó la navaja en el corazón de su
mejor amigo. Al oír el grito, Frank se estremeció de miedo, apretó el gatillo y
disparó contra Jimmy.
Un reguero de sangre corría por
las escaleras manchando los zapatos de tacón de la mujer del abrigo de visón.