Un tazón de chocolate caliente

Me gusta el chocolate a la taza, en tableta, con churros, con pan tostado, con bollo suizo, con curasán, por la mañana, por la tarde y por la noche.
Alrededor de una tazón de chocolate caliente las historias y los relatos toman forma, color, olor, sabor, y los cuentos resultan extraños a veces, otras cercanos.
El aroma del chocolate envuelve el ambiente y lo convierte en espectáculo y cuando suena el tercer aviso se levanta el telón y comienza la función.

jueves, 16 de junio de 2011

Mauricio y los celos

Mauricio piensa que nunca debió coger ese teléfono porque cuando abrió el bolso de Mariana empezaron sus problemas. Siempre le había preocupado el hecho de que le engañaran, y ésta era su cuarta boda.

La sola idea de vivir de nuevo la experiencia, de verse engañado y humillado, le producía un escalofrío de los pies a la cabeza. Pero esa corbata de flores azules sobre fondo negro no era de las suyas, él nunca se habría puesto una corbata así. ¿Pero qué hacía en el bolso de Mariana? 
No era el deseo único de Mauricio aclarar los hechos sino la sed de venganza que con sus anteriores mujeres nunca pudo llevar a cabo. La corbata había despertado en su alma la angustia de antes que le impedía ver a Mariana como realmente era. Le preocupaba que ella hubiera salido de casa sin las llaves cuando el sonido de un móvil comenzó a sonar dentro de su bolso. Allí estaba esa corbata, doblada con sumo cuidado como si de una joya se tratara. 
Con el móvil en una mano y la corbata en la otra, Mauricio se debatía entre la conveniencia de descolgar el teléfono o ir hacia su armario a comprobar que, efectivamente, esa corbata era una prueba de infidelidad.
Desde que se casara con Mariana los días transcurrían sin sobresaltos, había olvidado ese sentimiento de locura que producen los celos. Pero a pesar de todo se dirigió al armario a comprobar si faltaba una corbata. Le producía náuseas el hecho de sentirse nuevamente humillado, y mientras revolvía el armario descubrió que tenía montones de corbatas, una para cada mes del año, todas iguales, sin embargo la corbata del bolso era distinta. ¿Y si era verdad que le estaba engañando?
No, no podía ser se disuadía una y otra vez, pero inmediatamente se hacía la misma pregunta. Entonces llamaron a la puerta. Dejando las corbatas encima de la cama se fue a abrir. ¿Cómo iba a recibirla? La sombra de la duda nublaba su vista, solamente pensar que Mariana le engañaba con otro le producía escalofríos y le hacía sudar las manos.  
Ese momento que antaño fue tan angustioso para él se repetía y le preocupaba mucho porque revivía una época de sufrimientos y discusiones, de portazos y de escándalos que no estaba dispuesto a repetir. Al abrir la puerta se encontró con una mujer guapísima de sonrisa abierta y profundos ojos negros que le miraban directamente, al sentir un beso en sus labios todos los padecimientos desaparecieron y todas las dudas se disiparon.

Más imaginación que la luna misterio

Tengo una cafetera de rosca que hace un café exquisito, me la regaló mi prima Merceditas el día de mi cumpleaños. Me sorprendió que me regalase una cafetera, porque tiene fama de tacaña haciendo regalos. Apareció en mi casa sin que yo la hubiera invitado. Alfonso le dio dos besos y le quitó el abrigo, ella, como si fuera la cosa más natural del mundo le acarició la cara, me hice la despistada, no quise ver nada. La verdad es que me puse furiosa, además pensé que me la estaba pegando, pensamiento que rechacé enseguida, si Merceditas es incapaz de hacerme una faena ¿o sí?, seguro que  eran tonterías de las mías. Sin embargo su mirada irradiaba felicidad, se me ocurrió que igual se había enamorado y le pregunté por el afortunado, “lo conoces, me contestó”,“a ver cuando me lo presentas” le respondí.  Alfonso se ofreció para llevarla a su casa.  Me asomé al balcón y los  vi  alejarse, él abría la puerta del coche y la invitaba a entrar.

Todos los días a la misma hora me preparo un café con tostadas y desayuno en el balcón de la cocina. Tengo la ilusión de encontrar enfrente un mar bravío con un horizonte lejano lleno de promesas y de ilusiones, pero lo que me encuentro es una pared gris con alguna marca de cal blanca raída por el tiempo y el balcón de la vecina repleto de ropa descolorida que sujetan unas pinzas de colores verde y amarillo. Esta ausencia de paisaje me fastidia enormemente, siempre estoy pensando en cambiarme de casa. Pero mientras tanto la pared de la casa de enfrente con su balcón repleto de ropa es mi única visión mañanera.
Cuando Alfonso me dejó, la casa quedó tan vacía como el pantano de Yesa en el verano. Lloré mucho, casi tanto como para llenar el mismo pantano. Ahora ya no me importa estar sola, no me importa lo deshabitada que pueda estar esta casa conmigo dentro. Es verdad que la herida no se ha cerrado del todo, pero como dice mi madre, “tienes que seguir viviendo, hija, que la vida son dos días y nadie tiene por qué amargarte la existencia”. Y aquí estoy, dibujando palabras con las que sentirme acompañada.
Cuando conocí a Alfonso yo trabajaba en una peluquería de señoras lavando cabezas, peinando, y tiñendo.  Merceditas era la esteticien. Ella se encargaba de embellecer los pies y las manos  de las clientas, además del maquillaje. 
Todos los días venía a la peluquería vestida como para ir a una fiesta. Es verdad que es más alta que yo, y que tiene el pelo largo y de un negro brillante que es la envidia de todas, yo lo llevo corto y es de un color castaño y rizado, muy rizado. Además ella es alta y yo soy más bien bajita y con tendencia a engordar, pero mi cara es bastante más bonita que la suya. Un poco de envidia le tenía, es verdad. ¡Pero si siempre estrenaba una falda o un abrigo! y si no, eran los zapatos o un bolso, o una pulsera, o los pendientes. Yo no entendía de dónde sacaba el tiempo, porque en la peluquería estábamos de nueve de la mañana a siete de la tarde, ¿cuándo se compraba todo eso? ¿en qué tienda? ¿cómo podía arreglarse de aquella forma?, si es que venía totalmente impecable de los pies a la cabeza. Incluso con el uniforme puesto, una blusa blanca y un pantalón negro, era distinta. No sé qué se ponía o cómo lo hacía, el caso es que siempre había en su uniforme y en su forma de llevarlo algo que contrastaba con el uniforme de las demás, siempre distinguiéndose del resto y mirándonos por encima del hombro. 
Yo le busqué el empleo, yo le enseñé las artes del maquillaje. Ella aprendió rápido, ya lo creo, tenía una buena profesora. Me utilizó, como se utiliza la mascarilla para conseguir un pelo brillante, como se utiliza un lápiz de labios para que parezcan más gruesos, me utilizó, en fin, para lograr sus objetivos, anulando los míos y dejándome tan inservible como una servilleta de papel tirada en la papelera.
Alfonso trabajaba en una correduría de seguros, no sé qué pude ver en él. Tal vez su tez blanca y los tonos oscuros del pelo que poblaba su cabeza me recordara a algún cuadro que había visto hacía poco en un museo, o quizás fue lo bien constituido que estaba, he de reconocerlo aunque me pese, era atractivo, y cuando sonreía los ojos le brillaban y entonces yo me quedaba paralizada, ¡qué tonta, qué ingenua, qué imbécil! El caso es que fue un flechazo a primera vista. 
Entró en la peluquería a última hora de la tarde, yo estaba sola en ese momento recogiendo y haciendo caja. Se presentó muy educadamente, y me explicó las cláusulas de la póliza. De vez en cuando sonreía, y su sonrisa me hacía recordar el dulce de yema que mi abuela hacía los domingos cuando íbamos a comer a su casa. A los tres días de conocernos nos fuimos a vivir juntos. A menudo viajaba, y cuando no salía de viaje venía a buscarme a la peluquería y nos íbamos a dar un paseo, al cine, o nos metíamos en el rincón más oscuro de una cafetería y entre sorbo y sorbo de café nos besábamos. Hablábamos de muchas cosas, yo le contaba mis experiencias con las cabezas de las señoras y él me entretenía con chistes a los que ahora no les encuentro la gracia, pero en aquella época me reía acarcajada limpia.
Uno de los días que vino a buscarme, Merceditas, que era una meticona y una curiosa, se presentó así, por el morro “hola, yo soy Merceditas, su prima, encantada de conocerte”. Le dio la mano para saludarle y le dijo “huy, qué manos más bonitas tienes, cuando quieras te las arreglo”. Qué hipócrita, y yo riéndome le contesté “sí y también le puedes hacer los pies”.
Tardé un par de años en presentarle a mi familia, él no quería casarse, tampoco quería tener hijos. A mí la idea de casarme no me entusiasmaba, pero sí la de tener hijos. Al principio la cosa fue bien, hasta que un día, mientras desayunábamos, se me ocurrió decirle “¿No te gustaría tener un hijo?, voy a cumplir veintiocho años y pienso que se me va a pasar el arroz”. Dejó de leer el periódico, me miró a los ojos y vi en él la mirada de un lobo asustado a punto de huir. No dijo nada, simplemente volvió a leer el periódico.
Al poco tiempo Alfonso empezó a cambiar, dejó de venir a buscarme a la peluquería, ya no me contaba chistes graciosos. Y ahora que lo pienso era soso hasta hartar y me engañaba, me engañaba cada vez que me decía que había tomado un café con su amigo Emilio, o que se había encontrado con su primo Ernesto, porque resulta que con quien se veía era con mi prima Merceditas. Y yo en la inopia me iba a dar clases de dibujo o cogía mis bártulos y me dirigía a la plaza de la catedral, o al Redín a dibujar y a pintar cuadros.
En los cuadros encontraba la única manera que sabía de expresar la soledad que poco a poco se iba apoderando de mi. A menudo me llamaba para decirme que llegaría tarde, entonces cogía los pinceles y me daban las doce de la noche dándole las últimas pinceladas a un lienzo. Luego me iba a la cama a llorar. “Tus cuadros aburren”, me decía muchas veces, yo me sentía ofendida porque cada pincelada que daba, cada color que imprimía era una imagen que yo tenía grabada en mi mente. No le gustaba nada de lo que hacía, me despreciaba. Llegó a decirme que me estaba haciendo vieja, “fíjate la de arrugas que te están saliendo, y las piernas, fíjate, si se te están deformando por estar tanto rato de pie”. Y así un día tras otro. Apenas si hacíamos el amor, yo quería que las cosas cambiaran, y me esforzaba por agradarle, pero cada esfuerzo que hacía era como si me estampase contra la pared.
A Alfonso nunca le gustaron mis cuadros, decía que eran demasiado confusos, que no entendía su significado, como si para que te guste un cuadro tuvieras que entenderlo, hay que fijarse en lo que te evocan o te sugieren los colores, la luz que transmite o la oscuridad que algo oculta, y si de verdad sientes algo entonces es que te gustan. Nunca pretendí que me entendiera.
 Una noche, estábamos en la cama, él hacía que leía un libro, yo le miraba de reojo, él había estrenado un pijama nuevo, era de algodón, de color verde, sin cuello. Me llamó la atención una especie de mancha que tenía justo debajo de la oreja, acerqué mi mano y suavemente le acaricié la zona, él apartó la cabeza, yo le dije “Tienes un chupón en el cuello, ¿con quién has estado?” “¿Qué tengo qué?,anda ya, tu ves visiones”, “Pues ya me dirás tú qué tienes ahí, -le contesté-porque un golpe no te has podido dar, ¿con quién has estado?” –le insistí-“Venga ya  -dijo sin mirarme-, tienes más imaginación que la luna misterio”, y dando media vuelta cerró el libro y apagó la luz. Aquella noche no pegué ojo. Dormí con los ojos abiertos con la esperanza de que él se levantase, me cogiera de las manos y me dijera que yo era la persona más importante en su vida. Amaneció por fin, él no me cogió del as manos, ni siquiera me dio un beso cuando se fue a trabajar. Me puse como una loca a buscar la prueba de su traición, de que se estaba viendo con alguien. Revolví los cajones de la mesilla, vacié los armarios, escudriñé hasta el último rincón de la casa. No encontré nada. Qué amargura ¡Dios mío!
“Manuela tengo que hablar contigo” me dijo mi prima en el preciso momento en el que yole estaba tiñendo el pelo a la mejor clienta de la peluquería. “Y qué me tienes que decir”, le contesté. “No, nada, ya hablaremos luego”. Y aquí acabó todo, no hablamos, ni falta que hizo, ya estaba yo un poco harta de ella, porque todos los días tenía una excusa para salir antes del trabajo, y yo me tenía que ocupar de terminar de maquillar a sus clientas.


A mí que me mientan me duele y que me tomen por estúpida es que no se lo consiento a nadie. Y eso fue lo que hizo mi prima Merceditas, tomarme por una estúpida, y me dejó tan fría como una bandeja de porcelana. Fue el día del cumpleaños de mi madre. Habíamos juntado varias mesas en la terraza  de una cafetería en la Plaza del Castillo. El día era espléndido, los jardines teñían la plaza de colores. En mi imaginación dibujé un cuadro, el kiosko rosado, las baldosas rosadas, y el jardín verde punteado con paletazos de color rojo, amarillo y blanco, me quedó genial cuando lo plasmé en un lienzo. Mientras charlábamos llegaron Merceditas y Alfonso, ella le agarraba del brazo, mi hermana de un codazo me sacó de mi ensoñación. Cuando llegaron a nuestra altura se soltaron, Alfonso vino a darme un beso en la mejilla, hice ademán de hacerle una caricia y me esquivó. El hielo de un iceberg no puede estar más helado de lo que yo me quedé. A punto de echarme a llorar, me levanté y me fui al servicio. Me lavé la cara, en el espejo se reflejaba mi imagen, un espectro con profundas ojeras,  las lágrimas brotando de mis ojos. Unos surcos de sangre roja como ríos de lava horadaban mi alma hasta el punto de sentirme asfixiada. Estuve así un rato hasta que me recuperé. Cuando salí Alfonso y Merceditas se habían ido, mi familia estaba seria, alguien dijo:“Merceditas está embarazada, dice que Alfonso es el padre”. Al oírlo no se me ocurrió otra cosa que reírme hasta la extenuación, y después llorar.

martes, 7 de junio de 2011

UN PERRO ÚNICO

En el paseo de la media luna el bar estaba cerrado y las mesas recogidas. Fermín se acercó a la puerta. Pegado en el cristal un cartel anunciaba “cerrado por reforma”. El interior lucía un aspecto sucio y desordenado. Un delantal blanco, colgado de un perchero, desvelaba sus secretos más íntimos mientras se balanceaba al ritmo de una débil corriente que se filtraba por una ventana semiabierta.
Un hombre con un mono azul aparcaba una camioneta al lado de la puerta. Fermín lo miró, y sin decir una sola palabra continuó su marcha .
 Fue el año pasado, recordó, aquel día el bar estaba a tope, se sentó en la única mesa que estaba libre. Se había propuesto leer el último libro de Vargas Llosa, “la fiesta del chivo”, sentado en la terraza del bar. Quería disfrutar del aire libre, de la constante insinuación de los árboles, de la suave brisa que atravesaba el parque, y nadie se lo iba a impedir. Ató a Chuchi a la pata de la silla.
“No está permitido perros” le había insinuado una señora sentada delante de una coca-cola con patatas fritas. “Dónde lo pone, señora” le había contestado él con rabia, estuvo a punto de decirle una grosería, pero se mordió la lengua.
Era listo su perro, sabía muy bien quién estaba a su lado. Su mirada se le había quedado bien grabada, era una mirada única, expresiva, acompañada de unas orejas finas y puntiagudas. Siempre alerta, y dispuesto a complacer a su dueño.
Justo cuando Urania Cabral iba a desentrañar su misterio, un relámpago seguido de un estruendoso trueno, vino a truncar su armonía, y la brisa se tornó en feroz huracán. Los árboles dejaron de balancearse, la agitación se apoderó de las ramas y de sus hojas, alertando de algo que estaba a punto de ocurrir.
Al oír el ruido del trueno Chuchi se asustó mucho. Levantó su cabeza, sus orejas, sus patas, se sacudió como se sacudía cuando salía del baño, y de un salto quiso sentarse en los brazos de Fermín. La correa no daba de sí. Se escondió debajo de la mesa.
Otra explosión más fuerte que la primera, otro relámpago que alumbraba el sol y oscurecía la luz, y el perro, asustado como nunca antes lo había visto, se puso a gemir mientras tiraba de la correa, arrastrando la silla y hasta su alma.
Fermín intentaba calmarlo, cuando de pronto otro inusitado relámpago seguido de un estruendoso ruido hizo saltar a chuchi a los brazos de su amo.
Esta vez arrastró la silla, volcó la mesa y todo lo que había en ella. Una lluvia sin control descargaba toda el agua acumulada en los nubarrones que atravesaban el cielo. Sin poder contener a su perro, Fermín cayó para atrás, dándose un golpe en la cabeza y perdiendo el conocimiento. No recuerda cuánto tiempo estuvo allí mientras la lluvia, en una danza sin acordes, zapateaba sobre su rostro y su perro buscaba refugio dentro de su chaqueta.
Lo que mejor recuerda de aquel día es la frase “no está permitido perros” que retumbaba en el interior de su cerebro como los truenos y los relámpagos, repitiendo una y otra vez  “no está permitido perros”, “no está permitido perros”. La cara amenazante de la señora, su boca grande cada vez más cerca de su nariz, sus ojos abiertos sin pestañas mirándole fijamente, clavándose en sus pupilas como puntiagudos palillos. Un delantal blanco tapando un fondo negro que se acercaba a él pero que nunca llegaba. El vaso en el suelo desparramando su refresco convertido en barro y unos pies descalzos inmersos en el fango, pegados al suelo sin poder levantarlos.
Fermín sonríe, ahora le hace gracia, ése día lo pasó mal. Pero es que chuchi era un cobarde, muy buen amigo, sí, pero un miedica. Recordó a su perro de nuevo y pensó que era único.
Ya hace un mes que enterró a chuchi. Desde entonces, cuando sale a la calle no sabe a dónde ir ni qué camino tomar, hoy ha decidido ir  a ver a Isidro, el veterinario, que tiene un perro para él. No sabe qué nombre ponerle. De una cosa está seguro, no se llamará chuchi.

EL CUCO

Desde la ventana del salón observo las gaviotas que revolotean alrededor de un barco pesquero. El mar, empujado por la brisa, agita las olas. 
Nunca lo olvidaré, estábamos en la cama. Rafa dormía. Yo, intentaba leer un libro.
-           Rafa –le llamé.
Y Rafa me contestó con un ronquido.
-           Rafa –volví a llamarle
-           Mmm –me contestó su espalda.
-           Rafa –insistí- ¿estás despierto?
-           ¿Qué quieres? –me contestó sin moverse.
-           ¿Sabes cómo se llama el pájaro que pone su huevo en el nido de otro? –le pregunté.
-           ¿Y para eso me despiertas? –me contestó cambiando de postura- Lo miras mañana en internet.
Me callé. Pero no dejaba de darle vueltas al asunto. Llevaba varios días sin dormir pensando en lo mismo. Era un secreto que conocía todo el mundo menos él.
-           Rafa –volví a llamarle-. Es que tengo que decirte algo.
-           Pues ya me lo dirás mañana –me volvió a contestar su espalda.
-            Es que te lo tengo que decir hoy –insistía yo.
-           ¿Y se puede saber qué es lo que me tienes que decir? ¿no puedes esperar a mañana? –dándose la vuelta me miró con ojos asesinos.
-           Es que llevo días queriendo decírtelo. -Insistía yo.
-           Vamos a ver Carmen – se sentó en la cama- ¿qué es eso tan importante que no puede esperar a mañana? –me dijo enfadado.
-           ¿Te acuerdas de la novia que tuviste en Cádiz?, una morena alta muy guapa –Empecé dando rodeos.
-           Pues no, no me acuerdo, ¿cómo me voy a acordar? ¡que son las 12 de la noche y mañana tengo que madrugar! ¿cómo me voy a acordar de una novia que tuve hace lo menos veinte años? –contestó Rafa malhumorado.
-           Sí, hombre –insistía yo-, ¿no te acuerdas, que te llamó una vez cuando Fernandito tenía cinco años?
-           ¡Ah! sí, Manuela, una morena alta, guapa, ¡tenía un tipazo! –Rafa se quedó callado- ¿pero qué tiene que ver Manuela con todo esto? –preguntó intrigado- Si yo no la he vuelto a ver desde entonces.
-           Es Fernandito –contesté yo.
-           ¿Qué le pasa a Fernandito? –preguntó Rafa.
-           Que sale con una mujer mayor que él –se lo dije así, a bocajarro.
-           ¿Cómo que sale con una mujer mayor que él? ¿quién te lo ha dicho? –Rafa empezaba a impacientarse.
-           Me lo ha dicho Angelita, que le vio el otro día muy acaramelado en una sala de fiestas. –Al fin había roto el muro.
-           Oye, Carmen, Fernandito ya es un hombre y puede salir con quien quiera, él sabrá lo que hace –me contestó fastidiado.
-           Pero es que la mujer de la que te hablo es Manuela –ya está, se lo había dicho.
-           ¿Pero qué tonterías estás diciendo?, venga ya, que Manuela vive en Cádiz –contestó Rafa de mala gana.
-           ¿Es que tú no sabes que Manuela es vecina de Angelita desde hace un par de años? –le aclaré-  Angelita  me contó que está divorciada y tiene tres hijos. Que no tiene un duro, y que le gustan los jovencitos. Mira tú, y se ha ido a fijar en nuestro Fernandito –dije con voz lastimera-. Claro, como se parece tanto a ti, seguro que se ha fijado en él por eso.
-           ¿Fernandito?,  si aún no ha terminado de estudiar, ¡si sólo tiene 20 años!  –respondió Rafa apesadumbrado.
-           Angelita dice que cuando los niños están en el colegio, Fernandito entra su casa.  –El secreto había dejado de serlo.
-           Vamos a ver Carmen –Rafa no quería hablar más del tema- Son las doce de la noche y mañana madrugo. De verdad que eres una agonías. Anda y duérmete, que de noche todo se ve más negro.
-           Sí, pero Angelita dice que Fernandito está colado por esa mujer –dije yo casi llorando.
-           Venga ya,  no será para tanto –Rafa intentaba tranquilizarme.
-           Claro, como tú eres hombre, todo te parece bien –insistía yo.
-           Pero qué tendrá que ver que yo sea un hombre con lo de Fernandito.
-           Pues que le has consentido demasiado.
-           Pues eso –y volvió a darme la espalda.

Manuela, al morir su madre, heredó una sustanciosa fortuna. Fernandito se casó con ella y tuvieron cuatro hijos.
Ahora, Fernandito me trae la merienda y Manuela, que no es tan mayor, pasea a Rafa en la silla de ruedas. 

miércoles, 1 de junio de 2011

EL PEREGRINO

Muchos años antes, cuando los pantalones no le llegaban a la rodilla, su padre, con una regadera, se dispuso a vaciar todo el agua en el hormiguero que había en la terraza de la casa. “Así no molestarán más, ni spray ni veneno puede con ellas, pero en el agua se ahogan”. Durante un par de días el niño vivió obsesionado con la imagen de las hormigas atrapadas  en el barro.
La vida es un continuo viajar”, le decía su madre, “al principio, el viaje se diluye en la lejanía,  porque no tiene importancia qué día o qué mes cogiste el billete, cuando todo transcurre sin que el paisaje se altere el viaje se hace monótono, pero sin haberlo previsto el tren se para en una estación desconocida, el paisaje cambia de color y te das cuenta que estás vivo”.
Caminando por el sendero del río Arga un peregrino llegaba a las siete de la tarde al puente gótico de la Magdalena, la lluvia caía con fuerza, los charcos del camino eran pequeños lagos que a veces se hacían difíciles de cruzar. Las hojas de los árboles se sacudían el agua que caía cada vez que el viento del sur, cálido y pegajoso, las azotaba. Las huertas que bordeaban el río se encontraban anegadas. Las lechugas, las coles y las habas se retorcían marchitas por el suelo.
Entre truenos, relámpagos, granizo y viento, el peregrino sintió que el mundo se le venía encima cuando una fuerte descarga eléctrica iluminó las murallas de la ciudad, y la torre de Santamaría de la catedral apareció por un instante como si fuera el último deseo de un condenado a muerte.
El agua del río se desbordó y con la fuerza de una ola le arrastraba, como arrastra el mar las conchas y las piedras, como una manguera anegando el hormiguero. Intentó asirse a la rama de un árbol, pero fue inútil. Quiso gritar pero la vida se le escapaba junto con el río.
Entre húmedas tinieblas y pegajosas aguas se encontró prisionero de sus miserias. Atrapado en una estación de tren reconoció el paisaje. Mientras las turbulentas aguas le arrastraban sin darle tregua, deliraba y revivía el sufrimiento que había dejado atrás. Una voz lejana susurraba “no pasarás”. La silueta temblorosa de su madre se iba acercando: “Jean Pierre, hijo, ¿dónde estás? ¿por qué no vienes? ¿Hijo mío, qué te ha pasado?” “¿Estoy borracho o te repites muchas veces?, déjame en paz, vete, no te necesito”.
 Un fuerte golpe en la cabeza le dejó sin sentido. “Dejarme pasar”, gritaba Jean Pierre en una habitación de paredes blancas desprovistas de cualquier símbolo. Una luz tenue iluminaba a un hombre moribundo que yacía en una cama. “Dejarme pasar”, volvía a gritar. “No pasarás susurraba la voz”. “Es mi padre, quiero pedirle perdón”. Sintió una mano en su hombro que le decía “es tarde, ha muerto”. Maldijo a la muerte, insultó a la vida.
Y llegó la noche, la oscuridad y el miedo. “Ya puedes pasar”. Una tumba gris, en un cementerio sin árboles ni flores, se abría delante de sus pies. “Ya puedes pasar” susurraba una voz. “No pasaré”, contestó Jean Pierre.
Y en la inmensidad de la noche buscó una luz que le iluminara. Despertó lejos del puente, debajo de las murallas, el caudal del río había bajado. Ya no llovía. Al peregrino le pareció que la luna sonreía, y un rostro bondadoso iluminaba un cielo repleto de estrellas.”