Tengo una cafetera de rosca que hace un café exquisito, me la regaló mi prima Merceditas el día de mi cumpleaños. Me sorprendió que me regalase una cafetera, porque tiene fama de tacaña haciendo regalos. Apareció en mi casa sin que yo la hubiera invitado. Alfonso le dio dos besos y le quitó el abrigo, ella, como si fuera la cosa más natural del mundo le acarició la cara, me hice la despistada, no quise ver nada. La verdad es que me puse furiosa, además pensé que me la estaba pegando, pensamiento que rechacé enseguida, si Merceditas es incapaz de hacerme una faena ¿o sí?, seguro que eran tonterías de las mías. Sin embargo su mirada irradiaba felicidad, se me ocurrió que igual se había enamorado y le pregunté por el afortunado, “lo conoces, me contestó”,“a ver cuando me lo presentas” le respondí. Alfonso se ofreció para llevarla a su casa. Me asomé al balcón y los vi alejarse, él abría la puerta del coche y la invitaba a entrar.
Todos los días a la misma hora me preparo un café con tostadas y desayuno en el balcón de la cocina. Tengo la ilusión de encontrar enfrente un mar bravío con un horizonte lejano lleno de promesas y de ilusiones, pero lo que me encuentro es una pared gris con alguna marca de cal blanca raída por el tiempo y el balcón de la vecina repleto de ropa descolorida que sujetan unas pinzas de colores verde y amarillo. Esta ausencia de paisaje me fastidia enormemente, siempre estoy pensando en cambiarme de casa. Pero mientras tanto la pared de la casa de enfrente con su balcón repleto de ropa es mi única visión mañanera.
Cuando Alfonso me dejó, la casa quedó tan vacía como el pantano de Yesa en el verano. Lloré mucho, casi tanto como para llenar el mismo pantano. Ahora ya no me importa estar sola, no me importa lo deshabitada que pueda estar esta casa conmigo dentro. Es verdad que la herida no se ha cerrado del todo, pero como dice mi madre, “tienes que seguir viviendo, hija, que la vida son dos días y nadie tiene por qué amargarte la existencia”. Y aquí estoy, dibujando palabras con las que sentirme acompañada.
Cuando conocí a Alfonso yo trabajaba en una peluquería de señoras lavando cabezas, peinando, y tiñendo. Merceditas era la esteticien. Ella se encargaba de embellecer los pies y las manos de las clientas, además del maquillaje.
Todos los días venía a la peluquería vestida como para ir a una fiesta. Es verdad que es más alta que yo, y que tiene el pelo largo y de un negro brillante que es la envidia de todas, yo lo llevo corto y es de un color castaño y rizado, muy rizado. Además ella es alta y yo soy más bien bajita y con tendencia a engordar, pero mi cara es bastante más bonita que la suya. Un poco de envidia le tenía, es verdad. ¡Pero si siempre estrenaba una falda o un abrigo! y si no, eran los zapatos o un bolso, o una pulsera, o los pendientes. Yo no entendía de dónde sacaba el tiempo, porque en la peluquería estábamos de nueve de la mañana a siete de la tarde, ¿cuándo se compraba todo eso? ¿en qué tienda? ¿cómo podía arreglarse de aquella forma?, si es que venía totalmente impecable de los pies a la cabeza. Incluso con el uniforme puesto, una blusa blanca y un pantalón negro, era distinta. No sé qué se ponía o cómo lo hacía, el caso es que siempre había en su uniforme y en su forma de llevarlo algo que contrastaba con el uniforme de las demás, siempre distinguiéndose del resto y mirándonos por encima del hombro.
Yo le busqué el empleo, yo le enseñé las artes del maquillaje. Ella aprendió rápido, ya lo creo, tenía una buena profesora. Me utilizó, como se utiliza la mascarilla para conseguir un pelo brillante, como se utiliza un lápiz de labios para que parezcan más gruesos, me utilizó, en fin, para lograr sus objetivos, anulando los míos y dejándome tan inservible como una servilleta de papel tirada en la papelera.
Alfonso trabajaba en una correduría de seguros, no sé qué pude ver en él. Tal vez su tez blanca y los tonos oscuros del pelo que poblaba su cabeza me recordara a algún cuadro que había visto hacía poco en un museo, o quizás fue lo bien constituido que estaba, he de reconocerlo aunque me pese, era atractivo, y cuando sonreía los ojos le brillaban y entonces yo me quedaba paralizada, ¡qué tonta, qué ingenua, qué imbécil! El caso es que fue un flechazo a primera vista.
Entró en la peluquería a última hora de la tarde, yo estaba sola en ese momento recogiendo y haciendo caja. Se presentó muy educadamente, y me explicó las cláusulas de la póliza. De vez en cuando sonreía, y su sonrisa me hacía recordar el dulce de yema que mi abuela hacía los domingos cuando íbamos a comer a su casa. A los tres días de conocernos nos fuimos a vivir juntos. A menudo viajaba, y cuando no salía de viaje venía a buscarme a la peluquería y nos íbamos a dar un paseo, al cine, o nos metíamos en el rincón más oscuro de una cafetería y entre sorbo y sorbo de café nos besábamos. Hablábamos de muchas cosas, yo le contaba mis experiencias con las cabezas de las señoras y él me entretenía con chistes a los que ahora no les encuentro la gracia, pero en aquella época me reía acarcajada limpia.
Uno de los días que vino a buscarme, Merceditas, que era una meticona y una curiosa, se presentó así, por el morro “hola, yo soy Merceditas, su prima, encantada de conocerte”. Le dio la mano para saludarle y le dijo “huy, qué manos más bonitas tienes, cuando quieras te las arreglo”. Qué hipócrita, y yo riéndome le contesté “sí y también le puedes hacer los pies”.
Tardé un par de años en presentarle a mi familia, él no quería casarse, tampoco quería tener hijos. A mí la idea de casarme no me entusiasmaba, pero sí la de tener hijos. Al principio la cosa fue bien, hasta que un día, mientras desayunábamos, se me ocurrió decirle “¿No te gustaría tener un hijo?, voy a cumplir veintiocho años y pienso que se me va a pasar el arroz”. Dejó de leer el periódico, me miró a los ojos y vi en él la mirada de un lobo asustado a punto de huir. No dijo nada, simplemente volvió a leer el periódico.
Al poco tiempo Alfonso empezó a cambiar, dejó de venir a buscarme a la peluquería, ya no me contaba chistes graciosos. Y ahora que lo pienso era soso hasta hartar y me engañaba, me engañaba cada vez que me decía que había tomado un café con su amigo Emilio, o que se había encontrado con su primo Ernesto, porque resulta que con quien se veía era con mi prima Merceditas. Y yo en la inopia me iba a dar clases de dibujo o cogía mis bártulos y me dirigía a la plaza de la catedral, o al Redín a dibujar y a pintar cuadros.
En los cuadros encontraba la única manera que sabía de expresar la soledad que poco a poco se iba apoderando de mi. A menudo me llamaba para decirme que llegaría tarde, entonces cogía los pinceles y me daban las doce de la noche dándole las últimas pinceladas a un lienzo. Luego me iba a la cama a llorar. “Tus cuadros aburren”, me decía muchas veces, yo me sentía ofendida porque cada pincelada que daba, cada color que imprimía era una imagen que yo tenía grabada en mi mente. No le gustaba nada de lo que hacía, me despreciaba. Llegó a decirme que me estaba haciendo vieja, “fíjate la de arrugas que te están saliendo, y las piernas, fíjate, si se te están deformando por estar tanto rato de pie”. Y así un día tras otro. Apenas si hacíamos el amor, yo quería que las cosas cambiaran, y me esforzaba por agradarle, pero cada esfuerzo que hacía era como si me estampase contra la pared.
A Alfonso nunca le gustaron mis cuadros, decía que eran demasiado confusos, que no entendía su significado, como si para que te guste un cuadro tuvieras que entenderlo, hay que fijarse en lo que te evocan o te sugieren los colores, la luz que transmite o la oscuridad que algo oculta, y si de verdad sientes algo entonces es que te gustan. Nunca pretendí que me entendiera.
Una noche, estábamos en la cama, él hacía que leía un libro, yo le miraba de reojo, él había estrenado un pijama nuevo, era de algodón, de color verde, sin cuello. Me llamó la atención una especie de mancha que tenía justo debajo de la oreja, acerqué mi mano y suavemente le acaricié la zona, él apartó la cabeza, yo le dije “Tienes un chupón en el cuello, ¿con quién has estado?” “¿Qué tengo qué?,anda ya, tu ves visiones”, “Pues ya me dirás tú qué tienes ahí, -le contesté-porque un golpe no te has podido dar, ¿con quién has estado?” –le insistí-“Venga ya -dijo sin mirarme-, tienes más imaginación que la luna misterio”, y dando media vuelta cerró el libro y apagó la luz. Aquella noche no pegué ojo. Dormí con los ojos abiertos con la esperanza de que él se levantase, me cogiera de las manos y me dijera que yo era la persona más importante en su vida. Amaneció por fin, él no me cogió del as manos, ni siquiera me dio un beso cuando se fue a trabajar. Me puse como una loca a buscar la prueba de su traición, de que se estaba viendo con alguien. Revolví los cajones de la mesilla, vacié los armarios, escudriñé hasta el último rincón de la casa. No encontré nada. Qué amargura ¡Dios mío!
“Manuela tengo que hablar contigo” me dijo mi prima en el preciso momento en el que yole estaba tiñendo el pelo a la mejor clienta de la peluquería. “Y qué me tienes que decir”, le contesté. “No, nada, ya hablaremos luego”. Y aquí acabó todo, no hablamos, ni falta que hizo, ya estaba yo un poco harta de ella, porque todos los días tenía una excusa para salir antes del trabajo, y yo me tenía que ocupar de terminar de maquillar a sus clientas.
A mí que me mientan me duele y que me tomen por estúpida es que no se lo consiento a nadie. Y eso fue lo que hizo mi prima Merceditas, tomarme por una estúpida, y me dejó tan fría como una bandeja de porcelana. Fue el día del cumpleaños de mi madre. Habíamos juntado varias mesas en la terraza de una cafetería en la Plaza del Castillo. El día era espléndido, los jardines teñían la plaza de colores. En mi imaginación dibujé un cuadro, el kiosko rosado, las baldosas rosadas, y el jardín verde punteado con paletazos de color rojo, amarillo y blanco, me quedó genial cuando lo plasmé en un lienzo. Mientras charlábamos llegaron Merceditas y Alfonso, ella le agarraba del brazo, mi hermana de un codazo me sacó de mi ensoñación. Cuando llegaron a nuestra altura se soltaron, Alfonso vino a darme un beso en la mejilla, hice ademán de hacerle una caricia y me esquivó. El hielo de un iceberg no puede estar más helado de lo que yo me quedé. A punto de echarme a llorar, me levanté y me fui al servicio. Me lavé la cara, en el espejo se reflejaba mi imagen, un espectro con profundas ojeras, las lágrimas brotando de mis ojos. Unos surcos de sangre roja como ríos de lava horadaban mi alma hasta el punto de sentirme asfixiada. Estuve así un rato hasta que me recuperé. Cuando salí Alfonso y Merceditas se habían ido, mi familia estaba seria, alguien dijo:“Merceditas está embarazada, dice que Alfonso es el padre”. Al oírlo no se me ocurrió otra cosa que reírme hasta la extenuación, y después llorar.