Un tazón de chocolate caliente

Me gusta el chocolate a la taza, en tableta, con churros, con pan tostado, con bollo suizo, con curasán, por la mañana, por la tarde y por la noche.
Alrededor de una tazón de chocolate caliente las historias y los relatos toman forma, color, olor, sabor, y los cuentos resultan extraños a veces, otras cercanos.
El aroma del chocolate envuelve el ambiente y lo convierte en espectáculo y cuando suena el tercer aviso se levanta el telón y comienza la función.

martes, 29 de noviembre de 2011

Recordando


Una vez oí decir a mi abuela que cuando uno se muere pasa a formar parte de una lista. Conforme una persona deja este mundo ya hay otra dispuesta a ocupar su lugar. También decía que no importaban las estaciones, ni el día, ni el año, lo importante era no parar la cadena. A mí me tocó nacer en la década de los cincuenta. 


No hay en mis recuerdos ninguna lista, ni ningún viaje del más allá para acá, ni tan siquiera recuerdo el vehículo que me transportó a la casa.Pero lo que decía mi abuela iba a misa.

Debí de nacer con los ojos bien abiertos para no perder detalle, porque recuerdo un portal con las puertas de hierro pintadas de negro, el cuarto de la portera y el ascensor. Subí deprisa por unas escaleras oscuras y estrechas. Cuando llamé, una voz dulce y sonriente me cogió en sus brazos, me abrazó, me acunó y me dio calor.

En aquella casa de seis pisos la familia más numerosa era la nuestra: siete hermanos, más el padre, la madre,  a veces la tía, también la modista. Todos cabían en aquella casa que se estiraba y se encogía según el personal que pasara por ella.

 Siempre  llamó mi atención que nadie nos hablara de los desastres de la guerra. Ese tema era tabú, vivíamos ajenos a todo cuanto pasaba fuera de nuestra casa. Protegidos de todo mal ignorábamos la realidad de las cosas. La mirada triste y perdida de la gente, el no saber qué pasaba en el mundo de los mayores resultaba frustrante e inquietante, porque hacía del mundo una cárcel y de la vida un sufrimiento contínuo.

 Entonces era fácil soñar, inventando un mundo de TBO intentábamos llenar un espacio que estaba repleto de fantasías, un lugar, nuestra imaginación, donde no había cabida para ninguna cosa real.

 Vivíamos cerca de los “Caídos” (hoy plaza del Conde de Rodezno), allí íbamos a jugar a guerricas, a pelear contra los dragones de siete cabezas y a salvar a las princesas desvalidas y ñoñas que estaban en manos de los malvados.

 Pamplona terminaba justamente ahí, detrás sólo había campo, ovejas pastando y las siluetas de los montes arropando la ciudad.

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