Una vez oí decir a mi
abuela que cuando uno se muere pasa a formar parte de una lista. Conforme una
persona deja este mundo ya hay otra dispuesta a ocupar su lugar. También decía
que no importaban las estaciones, ni el día, ni el año, lo importante era no
parar la cadena. A mí me tocó nacer en la década de los cincuenta. 
No hay en mis recuerdos ninguna lista, ni ningún viaje del más allá para acá, ni tan siquiera recuerdo el vehículo que me transportó a la casa.Pero lo que decía mi abuela iba a misa.
No hay en mis recuerdos ninguna lista, ni ningún viaje del más allá para acá, ni tan siquiera recuerdo el vehículo que me transportó a la casa.Pero lo que decía mi abuela iba a misa.
Debí de nacer con los
ojos bien abiertos para no perder detalle, porque recuerdo un portal con las
puertas de hierro pintadas de negro, el cuarto de la portera y el ascensor. Subí
deprisa por unas escaleras oscuras y estrechas. Cuando llamé, una voz dulce y
sonriente me cogió en sus brazos, me abrazó, me acunó y me dio calor.
En aquella casa de
seis pisos la familia más numerosa era la nuestra: siete hermanos, más el padre, la madre,  a veces la tía, también la modista. Todos cabían en aquella casa que se estiraba y
se encogía según el personal que pasara por ella.
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