Un tazón de chocolate caliente

Me gusta el chocolate a la taza, en tableta, con churros, con pan tostado, con bollo suizo, con curasán, por la mañana, por la tarde y por la noche.
Alrededor de una tazón de chocolate caliente las historias y los relatos toman forma, color, olor, sabor, y los cuentos resultan extraños a veces, otras cercanos.
El aroma del chocolate envuelve el ambiente y lo convierte en espectáculo y cuando suena el tercer aviso se levanta el telón y comienza la función.

sábado, 16 de abril de 2011

El Carcamal

Pepa ya no se preguntaba qué es lo que pasaba por la cabeza de don Facundo, ya no le importaba teclear lo que su jefe le ordenaba y le preocupaba muy poco que estuviera bien escrito o que le hiciera falta cambiar tal o cual párrafo. 
Antes en la época de sus padecimientos, se prometió que en cuanto ya no tuviera que teclear más circulares, se daría el gusto de dilucidar con él  si tenía órdenes de arriba, o era cuestión de amor propio lo que le llevaba a no cambiar ni una coma de aquel párrafo tan polémico.  
Quién le iba a decir a ella el día que apareció en aquella oficina que la acabaría despreciando al igual que su trabajo. Por aquel entonces estaba segura que ese sarpullido por brazos y piernas se debía al trato  más bien paternalista y protector que utilizaban con ella y que le sacaba de sus casillas.  Ahora pensaba que tan sólo era una fantasía que ensombreció su vida de oficinista.  
Quería aclararlo antes de marcharse, ¿y para qué? si, para ser sinceros, el trato era correcto.  
Recordar es volver a vivir y si los recuerdos son gratos mejor, y al volver la vista atrás recordaba con añoranza sus primeros años, sobre todo aquel día cuando  ella al leer la circular que le acababa de dictar don Facundo le insinuó que cambiara un párrafo de la circular porque escrita de aquella forma no lo iba a entender nadie. Con cara de asombro y con mucha dignidad, don Facundo le contestó “¿cómo se atreve a cuestionar lo que yo digo? Usted limítese a escribir. Nadie le ha contratado para que discuta con su jefe y mucho menos para pensar”.  Sus compañeros apoyaban al jefe, ella era una simple administrativa y tenía que dar gracias a don Facundo de que no le rescindiera el contrato. 
Humillada, desconsolada y dolida se pasó la tarde en urgencias del hospital con un ataque de sarpullidos que llegaban incluso a dificultarle la respiración. 
Para  Pepa el deseo de contestar de malas maneras a don Facundo cada vez que le hacía repetir cuarenta veces un escrito o cada vez que no tenía en cuenta sus críticas, se convertía en una obsesión que le dejaba incapacitada para resolver los problemas que se le planteaban en sus relaciones con los demás y que le provocaban episodios de sarpullidos cada dos por tres. La ocasión de realizar ese deseo nunca llegó.
 Un día, entre los papeles de su jefe descubrió una carta que le dirigían desde la Dirección de personal en la que le informaban que debido a los malos resultados obtenidos en la última campaña se iban tomar medidas de ajustes en la plantilla, este descubrimiento le provocó un nuevo episodio de sarpullidos,  llegando incluso hasta invadirle la cara y teniendo que volver de nuevo a pasar la tarde en urgencias del hospital. 
Desde que aprobara las oposiciones  y a la espera de que le asignaran un nuevo destino, se dedicaba a hacer lo que le mandaban sin rechistar. Había empleado el mismo razonamiento que sus compañeros para mantenerse en el puesto de trabajo y se había convertido en un carcamal anclado a una máquina de escribir

martes, 12 de abril de 2011

El extraño alumbramiento

En la famosa clínica “Maryland para Damas y Caballeros”, aquel día se recordaría como uno de los más siniestros para el doctor Keen, su prestigio iba a ser cuestionado durante mucho tiempo, aunque, por otro lado, el doctor estaba satisfecho, había hecho un buen trabajo, la paciente era una mujer joven, un poco gruesa, pero la juventud es una característica muy importante para superar las dificultades y los malos ratos que Dios nos manda.
Para el doctor Keen, aquella había sido una experiencia única que nunca más se volvió a repetir, porque lo que ocurrió no fue un parto normal, sino un extraño alumbramiento.
Elizabeth acababa de dar a luz un enorme niño viejo. Las enfermeras, el médico y la comadrona no daban crédito a lo que estaban viendo.
La madre, impaciente por ver a su hijo, ayudada por una enfermera, se incorporó.  Al ver al niño gritó: “¡Soy la madre de mi abuelo!”, y seguidamente se desmayó.
En la penumbra de lo infinito, vagando con desconcierto por esa rendija de luz que traspasa lo posible de lo imposible, Elizabeth recomponía de nuevo su historia, intentando encontrar la respuesta a semejante desvarío.
Elizabeth Scott y Roger Button se habían casado por la mañana de un señalado día del mes de julio del año 1859. En el vestíbulo de su casa aún había regalos sin abrir. 
El regalo que más ilusión les hizo fue un reloj de madera estilo reina Victoria que su abuelo, James William Scott, les había enviado desde Escocia. La madre de Elizabeth había ordenado que lo colocaran en un lugar privilegiado del vestíbulo.
  Es un reloj especial,  no os olvidéis de darle cuerda”, les recomendaba el abuelo en la carta de felicitación, a la vez que se disculpaba por no poder acudir a su boda.
Jacob, esclavo liberado convertido en  mayordomo, era el encargado de girar la llave todos los días antes de acostarse.
Elizabeth había recibido una férrea educación católica. Hablando con sus amigas reconocía que sus conocimientos acerca del sexo opuesto eran nulos.  Su madre, que siempre andaba dándole consejos sobre cómo ser una buena esposa, nunca le había hablado de cómo actuar a solas con un hombre, es más había esquivado siempre hablar del tema. Por lo que tuvo que recurrir a su amiga Margeritte, que de la vida sabía bastante: “Tú déjate hacer, déjate llevar, no pienses si está bien o si está mal, y disfruta”.
Ese verano comenzó haciendo un calor insoportable en Baltimore. A Elizabeth y Roger Button les gustaba ir al río a bañarse. Un día, recordaba Elizabeth, descansaban en la orilla del río. La armoniosa soledad del campo los hechizó.  Allí mismo, sin ningún pudor se abrazaron. Sumergiéndose en el lecho del río se dejaron arrastrar por la corriente. Convertido en una danza sin final el vuelo de las libélulas  hacía estallar los juncos.   
 De regreso al hogar, Elizabeth callaba, apoyada su cabeza en el hombro de Roger recordaba con tristeza las palabras de tía Mary sobre cómo debía comportarse una dama. “Las mujeres decentes no gimen en la cama” le había dicho. “Sólo gimen las mujerzuelas”, había remedado la pequeña Jane.
Al llegar a  la casa, Jacob les informó que el reloj se había parado en el momento en que sonaba la una de la tarde.
En la oscuridad de la noche, cuando la ficción y la realidad se confunden, Elizabeth soñaba con animales enormes de  arrugada y áspera piel gris, “así son los elefantes” había comentado Theodor, el hermano de su padre, al regresar de un viaje a la India. “Es el mamífero con el tiempo de gestación más largo, 22 meses y con un peso de 115 kg en su nacimiento”. Confundida y avergonzada, en la puerta de la iglesia  el reverendo Patrik Wrihgt, dirigiendo hacia ella su mano acusadora la llamaba: “¡Pecadora!”, la palabra se repetía una y otra vez, mientras una losa de cemento caía sobre su cabeza.
Ya no volvió a hacer calor en Baltimore. Después de ese día las nubes se apoderaron del cielo, y cuando no llovía, estaba nublado, y si no, volvía a llover otra vez.
Al cabo de una semana recibieron una carta de Escocia, el abuelo James William Scott había fallecido a las 13 horas del 28 de julio de 1859.
A veces, Elizabeth miraba el reloj, y en la posición de las manecillas percibía la sonrisa irónica de su abuelo.
 Pronto empezaron los vómitos y el malestar. Cuando Roger Button se enteró de que su mujer estaba embarazada, primero sintió angustia, después miedo. A Elizabeth le demostró que estaba encantado con la noticia. Le dio dos besos y salió de viaje de negocios, advirtiendo que en el barco en el que viajaba habían colocado un telégrafo, por lo que cualquier noticia en relación con la salud de Elizabeth la recibiría enseguida.
El mutismo del reloj provocaba misterio y esparcía la soledad de las horas que no sonaban por toda la casa.
El verano se hizo interminable y el invierno llegó antes de lo previsto. Ni la llegada de la primavera consiguió levantar el ánimo de una Elizabeth consumida y raquítica, sus brillantes ojos verdes estaban apagados por una cortina gris. Su voluminoso vientre le impedía andar haciéndole perder el equilibrio.
La mayor parte del día lo pasaba en la cama lamentándose de su mala suerte y pensando que lo que llevaba dentro no eran trillizos como se empeñaba en afirmar  el doctor Keene, sino un elefante con grandes colmillos y enormes patas, fruto de su pecado. Y, cuando el animal  que transportaba  en sus entrañas se movía, los dolores eran insoportables y la losa del sueño era cada vez más pesada y difícil de retirar.
Nueve interminables meses duró el embarazo mientras una barriga con patas esperaba con impaciencia el final de la tormentosa gestación.
 En el amanecer de una fría mañana del mes de marzo de 1860, cinco esclavos negros llevaban a Elizabeth en un sillón hasta el carruaje que esperaba a la entrada de la casa y que le trasladaría a la prestigiosa y única clínica “Maryland para Damas y Caballeros”.
Veinticuatro eternas  horas duró el alumbramiento. Elizabeth gritaba, lloraba y se retorcía de dolor.
Una pequeña cabeza asomó por fin. El doctor exclamó ¡Oh!, la sorprendida comadrona añadió ¡Ah! Y la enfermera gritó ¡Dios mío!.

CÁNDIDA

 Una bata de seda de colores chillones lucía escandalosamente encima de la cama.  Los roídos almohadones que adornaban la cabecera del lecho conyugal yacían sin brillo, gritando en silencio palabras nunca pronunciadas. A ambos lados de la cama dos mesitas de noche esperaban su turno para ser despojadas de sus pertenencias.
Abrigos de hombre, camisas, chaquetas, pantalones, corbatas, se arrastraban por el suelo implorando clemencia al lado de una bolsa de basura.
El triste contenido de los cajones de una cómoda aparecía desordenado y revuelto. La espalda de una mujer vestida de negro se reflejaba en un espejo ajado y descolorido. La habitación, iluminada por una bombilla que se balanceaba en el techo, temblaba de frío al contemplar la desnudez de sus paredes. Por el cristal de la ventana un rayo de sol entraba con timidez caldeando el ambiente.
El sonido del teléfono sorprendió a la mujer revolviendo su interior, exhumando del íntimo abismo su secreto mejor guardado.
-          Buenos días –le saludaba una voz- llamo de la clínica El gran proyecto, queríamos hablar con Cándida Pérez.
-          Buenos días –contestó la mujer- está usted hablando con Cándida Pérez.
-          Encantada de saludarle, Cándida –le respondió la voz- Hemos recibido su solicitud y le llamo para decirle que el doctor Astor le recibirá en su consulta mañana, martes, a las cuatro de la tarde.
-          Muy bien –contestó Cándida- entonces, a las cuatro de la tarde estaré allí. Una cosa, debo llevar algún informe.
-          No, no hace falta, aquí le haremos todos los análisis que sean necesarios. Entonces, Cándida, le esperamos mañana a las cuatro de la tarde, que pase un buen día –la voz se calló y el teléfono volvió a ser un aparato de color marfil pegado en la pared.
Cándida, desprendiéndose del polvo que le ensuciaba, se sacudió las manos. Apartando con rabia la ropa que había en el suelo salió de la habitación.
En el lavabo, el agua fría del grifo refrescaba el rostro de la mujer. En sus ojos, rodeados de arrugas, se adivinaba el llanto.
-          No voy a llorar más –se decía mirándose en el espejo- ésta será mi última lágrima. Se acabó. A partir de mañana seré otra. Lo juro. Nunca más volveré a ser Cándida.



LA PORTERA

El mundo de los sueños está al alcance de cualquiera, pero qué difícil es  conseguir que los sueños se realicen tal y como te los habías imaginado.
Ella pensaba que no lo sabía nadie, sin embargo, en una pequeña ciudad las farolas son testigos mudos de lo que acontece en un momento determinado y en una hora concreta.
“Serían las nueve de la noche de un día otoñal y frío del mes de noviembre. En la calle la gente corría y las sirenas de los grises sonaban incansables. Margarita González Antón bajó del autobús totalmente ajena a los acontecimientos de cambio que se intuían en el ambiente. En el suelo de la estación numerosos panfletos pedían salarios dignos, igualdad de trato para las mujeres y libertad de expresión.
Margarita no pasaría de los treinta años, vestida con un abrigo azul marino, atravesaba la gran avenida con una maleta en una mano y un bolso bandolera colgado del hombro. El aire húmedo de la noche golpeaba su cara como una pelota en el frontón.
Mientras caminaba tuvo la sensación de que alguien le seguía, varias veces volvió la vista hacia atrás desechando cualquier pensamiento negativo, nada iba a empañar el comienzo de su nueva vida.
Caminaba deprisa, como si alguien la estuviera esperando.  Apenas había transeúntes y los coches circulaban despacio. Varias pantallas de televisión se exhibían en el escaparate de unos grandes almacenes, ver el telediario en medio de la calle y en tantas televisiones a la vez le recordaba el vuelo de las golondrinas alrededor de la torre de la iglesia.
 “Margarita esta semana te toca plancha. Margarita este mes te toca fregar la cocina. Margarita ¿has hecho las camas?” Siempre había pensado que lo mejor era salir de allí, luego ya se las ingeniaría para saborear la independencia y hacer lo que le diera la real gana.
Sonrió cuando llegó a su destino en la calle más elegante de Pamplona en aquella época, la avenida de Carlos III. Traspasó el portal con decisión, subió las cuatro escaleras y se detuvo enfrente de la portería. A la altura de sus ojos, pegado en el cristal, un cartel le anunciaba que las llaves se las entregarían al día siguiente por la mañana. “Pues empezamos bien”, murmuró.
Más de una vez había oído comentar a las monjas que, como siguiera así de protestona, nunca conseguiría ser feliz “Si es que protestas por todo”, le recriminaba continuamente su amiga Angelines.
El ascensor no subía hasta el ático, paraba en el sexto piso.  En el rellano, dos puertas silenciosas esperaban que algún intruso pulsara el timbre. A la izquierda una placa dorada clavada con cuatro tornillos anunciaba:  Dentista. A la derecha la ausencia de símbolos identificativos hacían pensar que la casa estaba deshabitada, pero el maullido de un gato al otro lado de la puerta le hizo cambiar de opinión.
La escalera que conducía al ático era estrecha y oscura. Sintió vértigo cuando comenzó a subir.
Estaba a punto de dejar atrás  aquellas noches tristes y oscuras en el orfanato, los ojos abiertos de par en par y un miedo extraño que no le dejaba conciliar el sueño.
Al abrir la puerta de la que sería su nueva casa, tuvo la misma sensación que cuando en el pueblo subía al granero. Estaba oscuro, hacía frío, el aire se colaba por las rendijas de las puertas y ella estaba sola dudando si entrar o volver sus pasos para atrás.
Sor Guadalupe le repetía constantemente “Estarás bien. Es una casa elegante de gente muy educada y pudiente, ya verás cómo no te resulta difícil el trabajo de portera.”
Sintió el frío del pavimento como si tuviera los pies descalzos, unas baldosas cuadradas de color beige  resaltaban las paredes empapeladas con colores chillones que el paso del tiempo se había encargado de ennegrecer en algunos rincones. No había cuadros ni estanterías.
No des nunca pie a que murmuren de ti, tu trabajo consiste en  limpiar las escaleras y el portal, repartir el correo y atender las demandas de los vecinos. Limítate a hacer tu trabajo con dignidad. No seas chismosa, y sobre todo sé limpia, que el portal brille como la patena, que sea la envidia de la calle”, recordaba las recomendaciones de doña Juanita, la propietaria del edificio.  “Todo son tonterías, qué fastidio de gente”, protestó Margarita.
En la cocina, pegado en el cristal de la ventana, una cinta de embalar tapaba un cristal rajado de lado a lado.  En una de las paredes un delantal blanco, colgado de un clavo, se balanceaba al ritmo de la débil corriente que se filtraba por la ventana.
Encima de la mesa de formica de color gris había un vaso caído al lado de un reguero de líquido oscuro, “aquí ha estado alguien antes que yo, y no hace mucho” pensó. Una escoba tirada en el suelo levitaba desamparada al lado de un recogedor. Un mueble abierto de par en par dejaba al descubierto la vajilla desordenada y las perolas apiladas unas encima de otras.
Una oleada de viento azotó su rostro. La puerta se cerró bruscamente. Se sintió abandonada igual que el día que su tío Máximo la llevó casi a rastras al orfanato. Ella no quería ir. Pero él decía que no la podía mantener, que ya tenía cinco bocas más y no llegaban a fin de mes, así que si de alguien tenía que desprenderse ese alguien era ella, puesto que no era su hija, sino su sobrina. Además aquí estarás bien. Mientras lloraba a moco tendido el tío mantenía una conversación con la madre superiora. “Pues sí, madre, yo tengo cinco hijos, el mayor tiene catorce años. Comprenda que Margarita tiene diez,  que no es guapa,  y que su futuro no pasa por ser un buen partido para casarse. Por eso mi mujer y yo hemos decidido dejarla aquí, a lo mejor algún día aparece su madre. Su padre no, porque su padre murió, su madre desapareció un día y ya no hemos vuelto a saber nada de ella. Quién sabe dónde estará.”
La incesante lluvia golpeaba los cristales de las ventanas, como si alguien quisiera entrar. Recordó entre tinieblas a su madre empapada y tiritando de frío esperando que el tío les abriera la puerta de la casa. “Dormimos en la cuadra. Al amanecer alguien me cogió en brazos y me dejó dentro de una casa extraña” .
Un ruido en el pasillo la liberó de su pasado. Dedujo que sería un gato; cogió la escoba y salió de la cocina. Al encender la luz notó cómo unas manos la agarraban por la cintura. Presa del pánico dio un grito. Una mano sudorosa y maloliente le tapó la boca.
-Querida prima, no grites, que soy yo, Andrés, tu Andresito – le susurraba una voz ronca. Sin soltarla la arrastró y la empujó hasta la pared.
-Andrés, ¿pero cómo tú por aquí? –con voz temblorosa y presa del pánico preguntó: ¿cómo has entrado?
Andrés no mediría más de un metro sesenta, Margarita le ganaba en altura. Un pelo negro liso y grasiento le cubría la cabeza. En su rostro se adivinaba una juventud desgastada y despilfarrada. Enseñándole un manojo de llaves que llevaba en la mano le aclaró:
-Estaban en la portería, no he podido esperar a mañana para dártelas. Qué ilusión primita, verte de nuevo –dijo, su voz sonaba a falso.
-Así que has sido tú el que ha puesto el cartel –Margarita intentaba recomponerse.
-Sí, querida prima, he sido yo –le contestó socarronamente mientras le miraba fijamente a los ojos y le acariciaba la barbilla.
-Y qué quieres? –preguntó Margarita apartando la cara. En voz baja pidió auxilio, pero se dio cuenta que no había oración que la pudiera ayudar.
-Te quiero a ti y a tu dinero –respondió acercando la nariz a su boca.
-Pero no puede ser, si se entera tu padre te mata. –dijo mientras intentaba deshacerse del cuerpo que la aprisionaba.
-Mi padre no puede matarme porque está muerto, yo mismo lo maté con estas manos primita -y se miraba las manos mientras las hacía girar. Sus desorbitados ojos brillaban como cuchillos asesinos.
Margarita quiso escapar, pero él de un empujón la volvió a estampar contra la pared
-Andrés, que no puede ser, que somos primos.
-A saber con quién estuvo tu madre.
-¿Tal vez con tu padre?
Aquella contestación le puso furioso, y sin que ella lo esperase le pegó una bofetada.
-No vuelvas a decir nunca más eso -le gritó fuera de sí.
 -Estás loco –se atrevió a decir Margarita.
-No, no estoy loco, en todo caso un poco borracho. -Sacando una navaja del bolsillo se la puso en la garganta, mientras le decía: Quiero tu dinero, todo lo que tengas, ¿dónde lo tienes?, vamos ¡espabila! que no tengo mucho tiempo, y no te resistas porque no será la primera vez que mato a alguien.
A empujones la llevó hasta la habitación, y mientras le seguía amenazando con la navaja le susurraba al oído: “tengo una novia señores que si les presento se van a reír, tiene la cara torcida le falta una oreja no tiene nariz. Tiene cara de gorila, es más seca que una anguila, tiene la cara torcida, le falta una oreja y no tiene nariz”. Ja, ja, ja,, qué fea eres puñetera, ¿quién te crees que se va a enamorar de ti?, y ahora dame el dinero.
La lluvia golpeaba con fuerza, el agua al caer se estrellaba en la ventana y un chasquido siniestro reventaba sus sueños. Margarita abrió su bolso y sacó la cartera. Andrés se la quitó con violencia.
-Trae aquí maldita –y empezó a contar los billetes- me llevo todo, porque me lo debes. Por el tiempo que estuviste en mi casa y no te cobramos nada. Por las visitas que te hicimos al orfanato, por los regalos que te llevamos y que tú despreciabas, por las veces que volviste la cara y porque me da la gana de quitártelo todo. No pienses que te lo voy a devolver, porque puedes esperar sentada. Y ahora, calladita, te vas a meter en la cama y a esperar a que vuelva otro día que tenga ganas de acostarme contigo.
La volvió a golpear de nuevo con tanta fuerza que Margarita perdió el equilibrio y cayó al suelo, pensó que se había roto la cabeza cuando se llevó la mano a la frente y vio que estaba ensangrentada.
-¡Maldito! –gritó presa del pánico- márchate, eres  basura, inmundicia,  te denunciaré a la policía, les diré que has asesinado a tu padre y que has intentado matarme.
-Ja, ja, ja -se reía Andrés, -y su carcajada destruía sus ansias de rebeldía– inténtalo, denúnciame, yo les diré quién eres, quién era tu madre, y de qué color era el uniforme de tu padre. A quién crees que van a creer, al honorable hijo de un hijo de la patria o a la hija de una prostituta que se calzó a todo un escuadrón de rojos malnacidos. Púdrete en el infierno –y queriendo rematar la faena le golpeó de nuevo y salió sin mirar hacia atrás. El portazo sonó a liberación.
El miedo alojado en su alma no le dejaba llorar. Un sentimiento de rabia y de hastío le impedía incorporarse.
Desplomada en el suelo Margarita miraba sin ver el trozo de firmamento que, como un intruso, fisgoneaba en la habitación. Su rostro se reflejaba en el espejo ajado y descolorido del único armario de madera pintado de negro que había colocado junto a la pared. Inmóvil, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, temblaba. Casi no se reconocía. Desparramada por el suelo su cartera vacía de dinero y de sueños reclamaba venganza.
Más de una vez había soñado que dormía en una cama de sábanas de seda y mantas de lana esponjosas, “todo son sueños que nunca llegarán a hacerse realidad” reflexionó.  “Cierra bien los ojos, piensa algo bonito y saldrás de ese agujero negro en el que te has metido”, le aconsejaba su amiga Angelines cuando la escuchaba despotricar contra todo y contra todos.
Aturdida por los golpes, soñó que era la roca donde van a parar las olas que traen los sueños perdidos y en el silencio del mar escuchaba a unos niños cantar: “Al corroncho de la patata, comeremos ensalada, como comen los señores, naranjitas y limones, alupé, alupé, sentadita me quedé. Desde chiquitita me  quedé, me quedé, algo resentida de este pie, disimular lo disimulo bien, corre que te corre que te doy un puntapié”.
Quiso atrapar los sueños y no dejarlos marchar. Pero la corriente era más fuerte que su voluntad y las olas balanceaban un cuerpo de niña inerte y sin vida.
“En un patio grande las niñas jugaban mientras Margarita, sentada en un banco, les daba la espalda. –Sor Carmen, Margarita no quiere jugar –¿Por qué no juegas Margarita? -Le preguntaba la monja, y ella contestaba: -No me gusta jugar. En el fondo del patio unas jóvenes se arreglaban para ir al cine. Ella  las miraba con envidia.-“Margarita ven con nosotras, vamos al cine”. –“No me gusta el cine”.
Un barco a la deriva surcaba un mar silencioso y brillante, el sol se escondía y el cielo ardía. La brisa arrastraba el recuerdo de una voz dulce que curaba sus heridas:
Margarita, te voy a contar
un cuento.
Éste era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha del día
y un rebaño de elefantes,
un kiosko de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita,
Margarita,
tan bonita como tú.
 (Rubén Darío)
Tan bonita ,Margarita, tan bonita como tú. Con la oscuridad de la noche como única compañía pensaba que había llenado demasiado pronto su cabeza de sueños.
Tenía demasiada rabia acumulada, demasiada amargura concentrada en un sentimiento que no sabía explicar. Se dio cuenta que podía soportar los golpes, los insultos, incluso que se rieran de ella, pero que le llamaran fea, “eso, no se lo consentía a nadie”. Se levantó decidida a ir detrás de su primo y arreglar cuentas con él. En el baño se curó la herida y, a pesar de que le dolía todo el cuerpo, cogió su abrigo, se colgó el bolso en el hombro y salió a la calle.
Las farolas apenas alumbraban, la luz iluminaba los charcos y el charol brillante del agua forraba el pavimento de las aceras. En las casas las ventanas tenían las persianas echadas para impedir entrar a la noche.
Margarita no sabía hacia dónde dirigir sus pasos, miró a su derecha, después miró a su izquierda, a unos cien metros de distancia distinguió una cabina telefónica, pensó que lo mejor sería llamar a la policía y contar lo sucedido.
Sus ojos no pestañeaban, su mirada se perdía en la cabina de teléfonos que tenía delante, conforme se acercaba le pareció que dentro había alguien, no distinguía muy bien qué era, el teléfono estaba descolgado, un cuerpo tirado en el suelo vomitaba sangre, y el vómito se deslizaba por debajo de la cabina inundando de olor a podrido la vía pública.
Las campanas del reloj de la iglesia sonaban doce veces, la luna aparecía custodiada por las nubes.
Margarita se acercó a la cabina y abrió la puerta. Una exclamación salió de su garganta:
-¡Dios mío!, es Andrés.
“Ayudar a los desvalidos, tener compasión del mal ajeno, curar al herido”. Hubiera ayudado a levantarse al miserable que estaba en el suelo, habría tenido compasión de él, incluso le habría curado las heridas. Lo único que hizo fue pegarle suavemente con el pie para comprobar que estaba inconsciente. Miró a un lado y a otro, no se veía a nadie, le pegó de nuevo con el pie para cerciorarse de que, efectivamente, estaba desmayado. Pensó en llamar a la policía.
Andrés no se movía, su cuerpo parecía un saco de patatas tirado en una cabina de teléfonos. El hedor era insoportable. Ella permanecía inmóvil, sin saber qué decisión tomar. Con una mano tapando su nariz decidió agacharse, observó los pantalones desgastados y sucios de su primo. Con la mirada buscó sus bolsillos. Manteniendo la respiración metió la mano en el bolsillo izquierdo y sacó el dinero que le había robado, le volvió a pegar otra patada sin ensañarse, y le insultó “desgraciado, que no eres más que un desgraciado, ójala te mueras”.
Y Margarita volvió sobre sus pasos. Subió a su casa y se cerró con todos los cerrojos que tenía la puerta.
El silencio reinaba en toda la casa a esas horas. Tan sólo el ladrido de un perro  en la calle rompía la mudez de la noche.”