Un tazón de chocolate caliente

Me gusta el chocolate a la taza, en tableta, con churros, con pan tostado, con bollo suizo, con curasán, por la mañana, por la tarde y por la noche.
Alrededor de una tazón de chocolate caliente las historias y los relatos toman forma, color, olor, sabor, y los cuentos resultan extraños a veces, otras cercanos.
El aroma del chocolate envuelve el ambiente y lo convierte en espectáculo y cuando suena el tercer aviso se levanta el telón y comienza la función.

domingo, 23 de diciembre de 2012

ES NAVIDAD



A pesar de todo, a pesar de la crisis que nos aplasta hasta hundirnos en la más absoluta miseria, a pesar de todo, la Navidad es una época de esperanza y de sueños, como una fortaleza a prueba de asedios.

Nos volveremos a juntar para cenar, cantar villancicos y recordar a los que se fueron.

-Vendrás a pasar la nochebuena a mi casa? –le pregunto.
-Ya sabes que yo no salgo de mi casa para nada –me responde.
-Entonces vendremos a la tuya –le contesto.
-Está bien, ya iré.


¡¡FELIZ NAVIDAD!!


jueves, 6 de diciembre de 2012

ECHALE GUINDAS AL PAVO


-¿Qué haréis cuando yo me muera? -Dice sin creer lo que está diciendo
-Iremos a celebrarlo –le contestamos
-¿No os dará pena? –insiste
-Hombre, pena, pena, no sé, a lo mejor lloramos un poco.
-Ya no subiréis más las escaleras de esta casa, ni siquiera os asomaréis al balcón.
-Pues eso ya nos dará pena, no ver la calle más bonita y elegante de Pamplona.
-Siento que me queda poco tiempo, dentro de nada me iré de este mundo.
-Hace mucho tiempo que dices lo mismo y ahí sigues. Te irás cuando Dios quiera.
-Yo creo que será pronto.

Mientras habla de su próxima partida nos mira a los ojos queriendo averiguar nuestros sentimientos, no le hace falta porque sabe lo que pensamos, lo que sentimos. Con el tiempo se ha convertido en una adivina a la que no le falta más que la bola de cristal para predecir lo que vamos a contestar después de cada pregunta que nos hace.

Seguidamente se pone a cantar:

“Echale guindas al pavo,
échale guindas al pavo que yo le echaré a la pava,
suquita, canela y clavo,
que yo le echaré a la pava
suquita, canela y clavo.
Estaba ya el pavo asao,
la pava en el asaor
y llamaron a la puerta,
josú, què miedo chavó.
Entró un cevil con bigote
y Paco el estucaor,
a ver dónde está esa pava,
a ver dónde está ese pavo,
Porque tiene mucha guasa que yo no pruebe ni un clavo.
Echale guindas al pavo,
échale guindas al pavo
que yo le echaré a la pava,
suquita, canela y clavo,
que yo le echaré a la pava suquita,
canela y clavo.”

           Nos asombra la memoria que tiene y las ganas de vivir, porque mientras canta ella misma se jalea, y nos mira invitándonos a seguirla, no tenemos más remedio que repetir el estribillo, que de tanto hacerlo ya no es ni estribillo porque se ha convertido en el saludo de bienvenida.


Y sigue cantando:

“Dicen que dice que tiene
amores con un calé,
y que toítas las noches con el gítano se ve.
Mira mira la viejita
con su carita empolvá,
                                                        mírala por donde viene,
                                                      mírala por dónde va.”

            Muchas veces pienso que la vida es algo maravilloso que no sabemos apreciar.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

LOS AÑOS

Los años pasan, la edad va acumulando números, siento una tristeza infinita y no entiendo el por qué, tal vez sea que la vida se me escapa agrietada por los interminables vaivenes de sobresaltos y esperanzas que irremediablemente concurren en mi interior.

martes, 13 de noviembre de 2012

Algo faltaba

El cuadro del abuelo seguía colgado en la pared, presidiendo la sala. Los libros, ordenados por colecciones, se mantenían firmes  en la estantería.  Las fotografías de los niños permanecían en la vitrina del armario. La mesita todavía conservaba el jarrón de flores. La  colección de discos antiguos perpetuaban los sonidos de canciones inolvidables. El ajedrez, como siempre, preparado para comenzar la partida y el cenicero, sin cenizas. El reloj marcaba las once  cuando la puerta de la calle se cerró bruscamente. La lámpara del techo tembló y las luces parpadearon. Súbitamente me percaté de que algo faltaba, aún no sé el qué.

jueves, 20 de septiembre de 2012

EL RINCON FRESQUITO DEL SALON

Este verano decidí no ir de vacaciones. Resultó que me quedé más sola que la una y más aburrida que un gato sin cascabel.
Creí que donde mejor pasaría los calores del estío sería zambulléndome en la piscina, pero la realidad se hizo evidente, en la piscina no cabía ni un alfiler y no digamos cuando decidí buscar la sombra de un árbol, hasta las hormigas habían sucumbido aplastadas por las toallas que se amontonaban debajo de las ramas.
Luego me pareció más oportuno pasar las horas más calurosas a la sombra de mi casa, con un buen refresco, las ventanas cerradas a cal y canto y el ventilador funcionando al máximo. Deduje que leyendo un libro distraería mi aburrimiento y durante un buen rato así fue, hasta que me cansé del ruido del ventilador, de pasar las hojas del libro y de beber refrescos.

Tan encerrada y prisionera me vi que empecé a añorar la luz del día, pero no podía subir las persianas y menos abrir las ventanas, el calor invadiría mi casa y el fresquito del rincón del salón se disiparía como las nubes que este año han pasado de largo durante todo el tiempo que dura el verano.
Al anochecer, cuando las farolas empezaban a alumbrar y el sol se iba  a descansar por detrás de las antenas de los tejados, salía a pasear.
Los bares de la plaza estaban a rebosar, en el centro, los niños correteaban alrededor del tobogán y los columpios.
No hacía ni diez minutos que me había sentado en el único banco vacío cuando se sentó a mi lado una madre con un niño que berreaba todo lo alto que podía dentro de un cochecito. La mano de la mujer empujaba las ruedas del carrito intentando calmar la rabia del niño que había dentro. Me miró suplicante, yo me hice la despistada. Poco me duró el despiste, porque terminé meciendo al niño cuando la madre fue a consolar a su hija que se había caído de la bici.


Se me ocurrió asomarme para ver la carita del tenor que deleitaba la noche. No sé qué vio en mi cara, o qué impresión le causé, el caso es que cambió el llanto por una carcajada sonora que se oyó por toda la plaza. Volví a mi sitio y continué meciendo el carrito. El niño no respiraba, me asusté, volví a asomar mi cara y obtuve el mismo resultado, otra carcajada más sonora si cabe que la anterior y la plaza se quedó en silencio.

Me senté, saqué mi espejo del bolso y comprobé que no tenía ninguna verruga, ni me habían salido cuernos, tampoco tenía la nariz de payaso. ¿Entonces? ¿De qué se reía el niño cuando yo le miraba?
Volví a asomarme y le dije “cuchi, cuchi”, el niño rió de nuevo. Me gustaba su risa, volví a decirle “cuchi cuchi”, y el sonido de su risa invadió mi corazón.
Recordé esa risa y unos ojos negros  preguntando sin dar tregua, y sentí una mano de niño apretando la mía. Me estremecí, las lágrimas nublaron mi vista y con un gran esfuerzo sonreí, me senté y esperé a la madre.
Después, con el alma encogida regresé a mi rincón fresquito del salón.


lunes, 27 de agosto de 2012

Volvemos al balcón


Hace media hora que hemos llegado a su casa, nos recibe cantando “fumando espero”, le seguimos la corriente y continuamos: “al hombre que yo quiero, y mientras fumo, mi cigarro yo consumo porque aspirando el humo me suelo adormecer”, intentamos poner la misma cara y la misma pose que la Sarita Montiel, pero claro, es inútil, así que ella,  mirándonos de reojo, nos dice “qué poca gracia tenéis”.

Después de merendar se ha sentado en el balcón, afuera, en la calle, la gente pasea tranquilamente.

-La mejor calle de Pamplona -dice  mientras se come un helado, y recuerda- cuando llegamos a Pamplona la calle se acababa aquí, no estaba hecho ni el monumento a los Caídos, a partir de aquí todo era campo donde pastaban las ovejas. El propietario de la casa nos dijo que ésta sería la mejor calle.

No es que haya más tranquilidad que en cualquier otra calle, ni que sea la más bonita. Pero es nuestra calle, son nuestras tiendas, nuestra casa y ese trocito de cielo que se ve desde la ventana. Hay algo que hace a Pamplona diferente a otras ciudades, tal vez sea la gente, demasiado seria para algunos, demasiado formal para otros. 

Hoy tiene la mirada triste, y piensa: Después de toda una vida rodeada de gente, la única compañía que nos queda es la soledad. 

Todos los días le hacemos caminar hasta la cocina.
-Ay, que me duelen las piernas, que no puedo andar -se queja.
-Este es tu rato de gimnasia, tienes que mover las piernas -le contestamos. 

En silencio, agarrada de mi brazo comienza su caminar, tranquilo y apacible, ya no tiene prisa, nadie la espera, al pasar por el espejo se mira y exclama “qué fea estoy, con lo guapa que yo era de joven” y sigue su camino y me cuenta que el barbero de la esquina de su casa salía a verla todos los días cuando pasaba por delante, y un día le plantó cara y le dijo que hiciera el favor de no mirarla más porque le daba mucha vergüenza. 


Abre el frigorífico para ver qué hay: dos yogures, dos cajas de zumo, alguna pera, un trozo de piña, los restos de comida envueltos en film transparente y una ausencia tan grande como las cuerdas del tenderete vacías de ropa.

Y volvemos al balcón del cuarto de estar y allí pasamos la tarde sentadas, viendo pasar a la gente, viendo pasar la vida.



lunes, 20 de agosto de 2012

Las tardes con mi madre


Parece que mira, pero su mirada se pierde entre las hojas de los árboles que, casi secas, cuelgan de sus ramas.

- ¡Iuju!  Mamá,  ¡ya estoy aquí!
-Y yo también, a dónde vas tan temprano.
- No voy, vengo.
-¡Qué guapa estás! ¿a dónde vas?
-A estar contigo
-Pues podías haberte quedado en tu casa, que no te necesito para nada.
-Pues entonces me voy
-Que te lo digo de broma, siéntate y mira a ver qué hay en el frigorífico.
-Te traigo un zumo y un helado, ¿te parece?
-Tráete algo para ti también.


Encima de la mesa un vaso de zumo, una servilleta de papel y un helado de chocolate. En la calle el murmullo de la gente.

-¿Te he dicho que quiero echarme novio?.
-Pues como no salgas de paseo difícil lo veo.
-Yo no tengo necesidad de salir a la calle.
-Y... ¿qué te parece que van a venir a buscarte?
-Tu padre me encontró en casa.
-Pero los tiempos han cambiado, ahora para echarse novio hay que salir, ir al cine, a bailar, al teatro.
-A mi no se me ha perdido nada en ninguno de esos sitios. Yo solo quiero que venga tu padre, él si era guapo y elegante.
-Mamá que lo veo muy difícil. ¿Quieres que te apunte al club de jubilados?.
-Pero qué pinto yo en un club de jubilados, ni hablar, yo no soy ninguna jubilada. A ver, qué edad tengo, nací en el dieciséis.
-Pues eres de la edad de Felipe II.
-¡Anda ya!, cuenta, cuenta, ¿cuántos años tengo?
-Los que cumplas 96.
-Cómo voy a tener 96 años si no tengo arrugas.
-No tienes arrugas pero sí años. Pero bueno, si no quieres tener 96 años qué te parece 85 como la duquesa de Alba.
-Eso ya está mejor.

El agua de los tiestos de la vecina de arriba salpica los cristales. El sol va cayendo escondiéndose detrás de los tejados. Sentados en los bancos una pareja de abuelos observan el juego de los niños, que, ajenos a todo, corretean detrás de las palomas.

-Cuéntame, ¿qué has hecho hoy?
-Como me ves me verás, piensa bien y acertarás.
-Mamá, tendrías que salir, hacer la compra, mirar escaparates, distraerte.
-Pero yo estoy muy a gusto en mi casa, no necesito salir, además, ¿para qué está la chica?
-Luego dices que te aburres.
-Yo no me aburro, me asomo al balcón y veo a la gente pasar. Tu padre ya me dijo “María, tienes a tus hijas, ellas te cuidarán” y ya veo cómo cuidáis de mi. Venís un rato y después os marcháis.
-Mamá, yo te cuidaría en mi casa.
-Sí ya, a tu casa voy a ir, a que tu marido me ponga mala cara, ni hablar, yo en mi casa estoy muy a gusto y no necesito ir a casa de nadie.



Oscurece, apoyándose en el bastón se levanta de la silla y como puede se sienta en el sillón.

Con la mirada perdida en el infinito  canta:

Alfonso XII salía de los toros
Julián Gayarre cantaba en el Real
Y tú en aquel café
Luciendo tu vestido gris
Al verte tan bonita me puse junto a ti

Todo pasó como una luz que se apagó
Hay tarde de toros
Llena de Sol de Madrid


Todos los días recuerda los momentos más felices de su vida porque los días tristes los olvidó y piensa que algún día vendrá su marido a buscarla, se irán los dos juntos y no le hará falta buscar otro novio.

Y así como pasan las nubes por el cielo, como la noche se desvanece y regresa el día, sin marcar las horas, en silencio, el tic tac del reloj avanza sin remedio arrastrando tras de sí la memoria de unas tardes que quedarán grabadas en lo más profundo de mi corazón.

                               

viernes, 3 de agosto de 2012

¿Dónde están mis sueños?


La madre ahoga sus penas,
 el hijo se marcha despacio, 
el tiempo arrulla los ecos. 

El pasado que vuelve, 
la ventana siempre abierta, 
el frío que cala hasta los huesos, 
el calor que nunca llega,


Cómo empezar lo que nunca empecé 
cómo seguir lo que nunca comencé.

Empezar, seguir, avanzar, 
correr, saltar, volar, caer, levantar, 
arrollar, atrapar, mantener, coger, 
trepar, añadir, recoger,
son palabras que saltan de párrafo en párrafo, 
palabras que tienen movimiento, 
que evaden, 
que estriñen, 
que jalean, 
que apadrinan, 
que voltean, 
sonando como trompetas hacen estallar los oídos, 
rompiendo la mirada para acabar con la pena.

Quisiera surcar los mares, 
ir detrás de esa línea que cruza el firmamento, 
dejarme atrapar por las nubes, 
volar por el cielo con las gaviotas, 
nadar por el fondo del mar, 
viajar con una cometa, llegar hasta el sol, 
llegar hasta Dios.

Quisiera hacer realidad unos sueños que no tengo, 
que nunca tuve, 
que nunca tendré, entonces 
¿por qué sueño? 
¿Dónde están mis sueños?
 ¿quién me los ha robado? 
¿a dónde han ido a parar?

Realidad y fantasía



Fantasía y realidad, a dónde me llevan, 
¿qué tienen que no sé qué son, 
que no los entiendo, 
que no los alcanzo, 
que no los veo?


Realidad y fantasía, 
vivir y morir, 
respirar y ahogar,
tener que coger las migajas que otros dejan, 
reír sin ganas, 
llorar. 

Soñar que no soy yo, 
despertar sin sueños, 
dormir sin ilusión, 
amanecer sin sol, 
atardecer sin luna,
todo oscuro en el firmamento de mi alma, 
todo sombrío en la copa más alta de mi atardecer.

No sé a dónde voy a ir a parar, para qué ni por qué. 
No sé qué haré ni qué no haré. 
¿Acaso sé que no sé?
Pienso que sé cuando algo anda mal,
 me pierdo cuando algo va bien.

¿Quién me quitó los sueños? 
¿Por qué se arrugó mi corazón hasta el punto de la asfixia? 

miércoles, 20 de junio de 2012

Más imaginación que la luna misterio - Capítulo II -


La vida a sorbos

Por la acera de enfrente pasaba Merceditas, no quería que me viera, pero me vió, y me llamó, tuve que cruzar, saludarle, ver a su niña y sentir de nuevo esa envidia que me corroe el alma, porque sigue tan guapa, tan alta, con una niña preciosa, que debería haber sido mía. 



 Yo no quería sonreír, ni mirarle a los ojos, pero su mirada buscaba mi aprobación, no mi perdón. Le hubiera dado dos bofetadas, y, como siempre, no me dio opción, ella fue la que tomó la iniciativa “Mira, prima que hermosura de niña, tiene los mismos ojos que su padre”. La niña dormía profundamente con la carita ladeada, ajena a los sentimientos que en mi se desataban. Sólo se me ocurrió preguntarle “¿Qué nombre le habéis puesto?”. “Aurora, le hemos puesto Aurora, como tú”. Me quedé con la boca abierta, sin saber qué responder ni cómo reaccionar, seguidamente se despidió, “Ay chica, lo siento, pero me está esperando Alfonso para ir a dar un paseo”. Y me quedé en el sitio, como un árbol caído en la Sierra de Urbasa.

Temía que pudiera convertirse en obsesión la idea de quedarme soltera, por eso me apunté a un club donde hacen excursiones los domingos, más que nada por hacer amistades, hablar con alguien de cosas que no tengan nada que ver con la peluquería, y sobre todo para hacer fotos, porque me he comprado una cámara con la que consigo que los instantes queden grabados tal como son en la realidad.

No es que me haya cansado de dibujar en un lienzo, o de pintar acuarelas, es que quiero probar otras maneras de ver la vida, porque tal vez me haya colocado en la esquina equivocada, a lo mejor si me cambio de esquina, veré las cosas distintas. 



Hacía tiempo que un chico no me provocaba un nudo en el estómago, hasta que esa tarde, mientras regresaba a casa del trabajo, rendida, fatigada y harta de todo, entré en el supermercado a comprar naranjas. Apenas había gente, la cajera, la reponedora y yo. 

Al lado de las naranjas estaban las manzanas, y encima las peras. Necesitaba una bolsa para meter las naranjas, miré a mi alrededor y no vi a nadie, me acerqué a la cajera a preguntarle dónde podían estar las bolsas y los guantes, la cajera me señaló a la reponedora. 

Antes de que fuera en su busca, la tenía a mi lado con un montón de bolsas. Al darme la vuelta para coger las naranjas advertí un bulto detrás de mí y  tropecé con algo. Mi bolso, que llevaba colgado en el hombro, salió por los aires, las naranjas se mezclaron con las manzanas y las peras y yo acabé besando los zapatos de un desconocido que, sin darme tregua, me pisó una mano y quiso echar a correr, yo con la mano buena le agarré la otra pierna y cayó al suelo tropezando con la reponedora que al oír el golpe venía a ver qué había pasado.

A mí me dio por reír, la reponedora soltó un taco y el desconocido me ayudó a levantarme mientras que decía “Vaya una forma más original de pescar novio”. “Lo siento mucho”, le respondí a carcajada limpia. Nos agachamos a la vez para recoger mil bolso y fue en ese preciso momento en el que nuestras miradas se cruzaron y el supermercado se transformó en el lugar más maravilloso del mundo. Pero como todo lo bueno dura poco, al cabo de un segundo apareció una señorita muy peripuesta diciendo “Rubén, que se nos hace tarde”, y él muy caballeroso añadió “disculpe, tengo que irme”.




La reponedora puso las bolsas en su sitio y mirándome con cara de pocos amigos prosiguió con su trabajo.

Desde entonces todos los días voy al supermercado a la misma hora, al mismo sitio a comprar naranjas. Y cada día que pasa es como si perdiera un concurso de baile, el desánimo me acecha, la reponedora me mira de reojo y al ratico viene a mi lado a preguntarme si necesito bolsas o guantes o naranjas. Yo le contesto que si necesito algo ya iré a buscarle, y vuelvo a casa y me encierro entre las cuatro paredes y cojo papel y lápiz y dibujo el rostro desconocido que me hizo vibrar de emoción. 

He cambiado la pintura de las paredes de toda la casa, verde pistacho en el pasillo, azul cielo en el salón, cerezo en mi habitación y el balcón lo he pintado de color rojo amapola, solamente para que el nuevo vecino no crea que soy una sosa y aburrida mujer de treinta años que cuando sale a regar las flores mira de reojo para ver si alguien la observa.

Con esos colores espero que mi vida cambie un poquito, mi padre dice que la vida es como una jarra llena de agua, que puedes tomarla de una vez o a sorbos. Tal vez sea verdad, quizás yo me haya bebido la vida de un sorbo. Otra de las cosas que me dice es que la jarra se puede volver a llenar, y que nunca hay que darse por vencido ni mirar para atrás.



jueves, 17 de mayo de 2012

La mujer del abrigo de visón-2


Serían las dos de la madrugada cuando, avisados por los vecinos, la policía llegaba al lugar de los hechos acordonando la zona e impidiendo la visita de los curiosos.
Dos hombres yacían muertos invadiendo la entrada a la casa en el segundo piso del portal número 48 de la París Street, un suburbio alejado de la gran ciudad. El silencio de la muerte se esparcía por el rellano de la escalera helando el aliento.

Uno de ellos había recibido un tiro en la espalda y el otro un navajazo a la altura del corazón.
El inspector Roger Macgee, un tipo bajito de aspecto sombrío, luciendo un sombrero gris que ocultaba una cabeza llena de pelo negro aplastado con gomina, subía por las escaleras. En su hombro derecho se sostenía como podía una gabardina negra.
Pasó por encima de los dos cadáveres sin prestarles atención. La habitación estaba a oscuras, solo la luz de las farolas iluminaba  una pared con retratos. En el suelo, como si también los hubieran asesinado, yacían amontonados unos libros de contabilidad. El desorden reinaba en la estancia, las sillas tiradas, las papeleras rotas, un perchero de madera con un colgador roto aparecía caído sobre una  mesa. Tan solo un carrito de bebidas permanecía intacto. Dos vasos de licor medio vacíos imploraban compasión.
-          Hay algún testigo? –preguntó Macgee a su ayudante.
-          Un vecino ha visto salir corriendo a una mujer con una pistola en la mano –contestó el ayudante Adam Smith- y al cabo de unos diez minutos ha visto salir a Frank Hataway con un maletín, se ha montado en un coche aparcado en la puerta de la casa y ha salido dirección norte.
-          ¿Por qué Frank Hataway y no otro? –Preguntó el comisario. Sus pequeños ojos verdes cubiertos con unas gafas de culo de vaso escudriñaban cada rincón de la estancia, tomando nota y cogiendo muestras de cualquier cosa que él creía sospechosa.
-          Eso mismo le he preguntado yo, de qué conocía a Frank, y me ha contestado que siempre venía a la misma hora, precisamente cuando él salía de casa para pasear al perro.-Contestó Adam.
-          Bueno, quiero a ese vecino mañana a las nueve en punto declarando en comisaría. ¿Está claro Adam? –ordenó el comisario.
-          Sí señor, mañana a las nueve en punto en comisaría, ¿debo llamar a los demás vecinos? –preguntó Adam.
-          No, de momento con un testigo tenemos suficiente, veremos si nos aclara algo. Aunque yo lo veo claro. Esto ha sido un ajuste de cuentas. A Frank Hataway lo tenían fichado los del FBI. Mañana mismo iba a ser detenido.  ¿Tenemos la descripción de la mujer? –preguntó Macgee.
-          El vecino ha dicho que era una mujer alta, delgada, y con un abrigo de visón. En la huída ha perdido un zapato –contestó Adam.
-          ¿Ha visto alguien el zapato? –preguntó Macgee.
-          No, el vecino ha dicho que Frank lo recogió y se lo llevó con él –contestó Adam.

Adam Smith, no tendría más de veinticinco años, era un joven alto y desgarbado, luciendo un flequillo rubio sobre una frente ancha y despejada exhibía un hoyuelo en la barbilla que le hacía parecer simpático. Acababa de entrar en el Cuerpo y estaba en período de pruebas. Ese día le tocaba la ronda con el Inspector Macgee. Sorprendido miraba las pequeñas manos del inspector y la agilidad de sus movimientos mientras tomaba muestras, inspeccionaba el lugar, y, por fin,  interrogaba a los muertos que, sin decir ni una sola palabra, le relataban lo sucedido.
Macgee llevaba veinticinco años deteniendo asesinos y mafiosos. Mientras meditaba sobre lo sucedido sostenía en una mano un vaso medio vacío de whisky y miraba a través del vidrio buscando una pista. Un sudor frío recorrió su frente al ver las fotos del equipo de beisbol,  The Children B.C. murmuró. Eran grandes, pensó, hasta que dejaron de serlo. Se quitó el sombrero, dejándolo encima de la mesita de los licores mientras se limpiaba las gafas, observó la desolada habitación. Escuchó los aplausos cuando vio la vitrina llena de trofeos, en sus oídos resonaba el himno de su equipo, el estadio a rebosar. Cerró los ojos y con un gesto de tristeza se puso la gabardina. Volvió a ponerse el sombrero y se guardó la libreta de los apuntes en el bolsillo derecho de su pantalón. Haciendo una señal a su ayudante, se marchó sin decir ni una sola palabra.
En la calle, Adam se fijó que las persianas de la librería “el gran secreto” estaban a medio cerrar. Miró a su jefe y le hizo una señal.
-Vamos –dijo Macgee
Entre los dos subieron la persiana y se encontraron que la puerta estaba abierta. Las estanterías de la librería estaban vacías, alguien había estado allí no hacía mucho. Una puerta al fondo estaba semiabierta. Sacando la pistola, Macgee y Adam se dirigieron hacia ella.
-¡Dios mío! –exclamaron a la vez.
- Esto es más grave de lo que yo pensaba –murmuró Macgee- las cosas se complican Adam, ayúdame.
En el suelo, un cadáver envuelto en papel de plástico enseñaba sus ojos desorbitados y su boca abierta, las manos atadas a la espalda. Del bolsillo de su chaqueta sobresalía un papel blanco.
-          Adam, pide ayuda, que vengan pronto, ¡Dios mío!, quién ha podido hacer esto. Este será el último asesinato de esta ciudad. Lo juro.

Macgee estaba desesperado, desilusionado, asqueado, en el espacio de un mes llevaban ya diez asesinatos sin resolver,  aquello no podía ser.
Adam permanecía inmóvil,  las piernas no le respondían.
“- No entres, Adam, no entres –le decía su padre
- Pero me había dicho que íbamos a ir al cine –protestaba él
- Ya no podrá ser –insistía su padre
- Yo quiero ir con el abuelo, quiero ir con el abuelo - Mientras gritaba daba patadas a la puerta de la habitación
 - Catherine, llevátelo de aquí. Enseguida vienen los de la funeraria y no quiero que se encuentren con un espectáculo.
-          ¿A dónde se lo van a llevar?, yo quiero ir con él –el niño insistía.
-          Se lo llevan al cementerio –le aclaraba Catherine
-           Y eso qué es-volvía a preguntar
-           Es el lugar donde  entierran a los muertos -Catherine le agarraba fuerte de la mano
-          Pero ¿quien se ha muerto?
-          El abuelo, se ha muerto el abuelo.
-          Yo quiero ir con él.
-          No digas tonterías, al cementerio se va cuando uno se muere.
-           Entonces , ¿ya no veré más al abuelo?
-          En persona no, pero si cierras los ojos lo verás –Le contestaba Catherine mientras le ponía el traje de los domingos".
Por mucho que cerrara los ojos, Adam nunca más volvió a ver a su abuelo.
Ahora, delante de ese fiambre Adam recordaba a su abuelo vivo, nunca se lo imaginó muerto. Y eso que tenía delante era un muerto de verdad. A los de antes no les había mirado la cara. Pero este le miraba a él, fijamente, sin pestañear. Salió de la estancia, en la calle vomitó destrozando la tapia que separa la realidad de la ficción.

martes, 27 de marzo de 2012

La mujer del abrigo de visón


La voz de Frank Sinatra cantando “My Way”  brotaba del interior de un aparato de radio colocado encima de un archivador vacío.
El abogado Frank Hataway , un hombre corpulento de unos cuarenta  años, sentado delante de la mesa de su despacho introducía documentos en un maletín. En el respaldo de la silla colgaba su chaqueta blanca.

La habitación era grande, los techos altos. En  una de las paredes se exhibían las fotos de los ganadores del campeonato de  beisbol de las temporadas 1941-1942, 1942-1943 y 1943-1944. Por otro lado una vitrina repleta de trofeos y un reloj parado a las doce de un día o de una noche cualquiera completaban el espacio libre de la pared. Terminaban la decoración unas estanterías desiertas de  libros.
Por el suelo, amontonados desordenadamente, los libros de contabilidad imploraban auxilio. Abandonada a su suerte  una papelera repleta de documentos rotos buscaba un sitio donde quedarse. Papeles tirados por el suelo y un carrito con botellas de whisky, coñac y ginebra medio vacías y unas copas a medio llenar  vagabundeaban por la habitación sin saber exactamente cuál era su lugar.
Colgada de un  perchero de madera tallada la gabardina de Frank esperaba a su dueño impregnada de olor a tabaco a licor y a lujuria.
Un hombre con traje gris y zapatos de charol de color  blanco y negro, entró por la puerta con un sobre en la mano.
-Jimmy, llegas tarde –dijo Frank enfadado
-No exageres Frank, habíamos quedado a las ocho y cuarto, y son las ocho y veinte -le respondió Jimmy mirándose el reloj-. Jhony me ha dado este sobre para ti
Hacía seis meses que Jimmy había cumplido treinta años, más bien delgado, con el pelo rizado y una nariz puntiaguda, era amigo de Frank desde que dejó de jugar al beisbol.
-¿Dónde lo habéis puesto? –preguntó Frank mientras abría el sobre.
-En el coche –contestó Jimmy secamente.
La cara de Frank se descomponía conforme iba leyendo el contenido del sobre. Dió un puñetazo en la mesa y se dirigió al carrito de las botellas,  llenó dos copas y le ofreció una a Jimmy, que estaba mirando por la única ventana sin visillos de la habitación.

La calle era oscura y gris, un gato negro cruzaba de un lado a otro. La luz amarillenta de dos farolas aclaraban  tenuemente la vía. Hacía frío, el humo de los coches cubría de niebla lo que quedaba sin alumbrar. Una mujer  rubia con abrigo de visón y  zapatos de tacón altos esperaba en la esquina  junto a la librería “El gran Secreto”.
-¿Lo habéis envuelto como os dije? –volvió a preguntar a la vez que se tragaba la copa de whisky. -Frank estaba furioso.  
-Pareces nervioso –contestó Jimmy sin mirarle.
- ¿Lo habéis envuelto como os dije? –volvió a preguntar Frank con ansiedad.
Jimmy seguía mirando por la ventana sin hacerle caso. Ahora pensaba en la mujer del visón. Su figura le recordaba a alguien que conoció una vez, una mueca burlona desfiguró su rostro. Sus ojos se cerraron y apretó los puños. Y dirigiéndose a Frank le dijo:
-Frank, eres patético, ya te he dicho que lo hemos puesto en el coche. ¿Qué más quieres? No sé si lo hemos envuelto como tú dijiste, sólo sé que está envuelto y bien envuelto –conforme hablaba, su rostro  se iba enrojeciendo, de sus ojos saltaban chispas, su puntiaguda nariz recordaba una bala a punto de ser disparada.
La música se interrumpió de pronto para dar paso al noticiario. El presidente del Club de Beisbol “The Children B.C.”  había sido arrestado, y los locales del club  precintados por la policía. La música volvió a sonar, esta vez Louis Armstrong cantaba “What a Wonderful World”.

Frank, que fumaba un cigarrillo detrás de otro, se levantó del asiento y con rabia estampó la copa en la pared de los retratos.

-¿Qué fácil os resulta  no? Claro soy yo el que tiene que dejarlo todo atado y bien atado, a mí me toca siempre el trabajo más sucio –Frank estaba fuera de sí- Como todo salga mal, vendrán a por mí, los conozco. Y mientras vosotros tomáis el sol en la playa,  yo acabaré pudriéndome en la cárcel, ¿pero  lo habéis envuelto bien? –insistía.
Acercándose a Jimmy le apuntó con un revólver en la cabeza, éste cogió la mano de Frank y se la retorció hasta hacerle soltar el arma.
-¿Cómo lo habéis envuelto? ¿en qué coche lo tenéis? ¿cuándo lo habéis hecho? –Frank tenía ojos de loco, babeaba de rabia. Cogió el revólver del suelo y lo metió en el cajón de la mesa.
Unas gotas de sudor resbalaban por su frente aterrizando en el bigote que le cubría la boca. Con un pañuelo blanco secaba la humedad de su cara y de su cuello. Estaba empapado, su camisa de rallas azul y blanca dejaba a la vista unas manchas oscuras debajo de sus axilas. Quiso llenar la copa de nuevo pero la botella estaba vacía. Con la mirada buscó otra. El licor se había terminado. Volvió a sentarse.
Jimmy no le hacía caso, seguía mirando por la ventana. La mujer del visón continuaba en la esquina. Las persianas de la librería estaban a medio bajar. Un camión de mudanzas se paró enfrente de la casa.
-Frank tranquilízate, ahora iremos al coche y verás que todo está como tú dijiste –Jimmy no soportaba a Frank, estaba harto de sus ataques de ira. Este sería su último trabajo juntos.
Las persianas de la librería se elevaron. Del camión de mudanzas bajaron dos hombres. La mujer del abrigo de visón los miró con extrañeza.
En un oscuro rincón un gato defendía su territorio. La tenue luz de las farolas alumbraban la noche que se apoderaba de la calle cubriéndola de un siniestro manto.
-Vamos, es la hora –Dijo Frank más tranquilo cerrando el maletín.
La voz de Edith Piaff  cantaba “Milord” cuando Frank apagó la radio. El timbre de la entrada sonó con rabia.
Frank sacó la pistola del cajón, y fue a esconderse detrás de la puerta indicando a Jimmy que abriera.
-¿Quién es? -Preguntó Jimmy
-Soy yo, Anthony –contestó una voz.
La sombra de la duda pasó velozmente por la mente de Jimmy, sabía bien quién era Anthony, lo conocía desde pequeño y estaba seguro de que el que hablaba al otro lado no era el que decía ser. Miró a Frank, se metió la mano dentro de la chaqueta y sacó una navaja.

Volvió a mirar a Frank. Su mano sudada se aferraba a la manilla de la puerta.  Su pasado volvió como una bofetada a estamparse contra su rostro. Abrió la puerta, y sin decir ni una sola palabra clavó la navaja en el corazón de su mejor amigo. Al oír el grito, Frank se estremeció de miedo, apretó el gatillo y disparó contra Jimmy.

Un reguero de sangre corría por las escaleras manchando los zapatos de tacón de la mujer del abrigo de visón.

jueves, 15 de marzo de 2012

Don Anselmo


Se anunciaba en el periódico: “Se necesita persona responsable para trabajo administrativo”. Nada más llegar, don Anselmo, un hombre jovial  de unos cincuenta años, me hizo sentarme en una mesa con un teléfono, un lápiz y una libreta. Un tubo fluorescente iluminaba la estancia y la sombra de don Anselmo aparecía y desaparecía cada vez que venía a comprobar que yo estaba haciendo lo que me había ordenado. Ese mismo día estaba contratada.
En casa todos se alegraron. Si tenía trabajo podría emanciparme.
Mi trabajo consistía en llamar a los teléfonos que don Anselmo me pasaba, contactos con los que él hacía “sus negocios”, nunca supe qué negocios eran ni los  nombres verdaderos de las personas a las que me dirigía. Lo único que me  importaba era cobrar a fin de mes. Me pagaba muy bien, más de una vez recibí una propina metida en un sobre que desde luego nunca rechacé.
Recuerdo que era noviembre, el otoño acababa de dejar los árboles sin hojas y en la calle se barruntaba la llegada del invierno. Don Anselmo leía unos informes que yo le había preparado sobre inversiones en la bolsa cuando, sin llamar a la puerta,  apareció  un hombre que, aparentemente, quería pasar desapercibido,  vestía una gabardina gris con el cuello subido, los ojos tapados por unas gafas, las manos cubiertas con unos guantes, y en la cabeza una boina. Entró sin saludar, dejó un sobre encima del mostrador y desapareció.

Don Anselmo, al verlo, salió de su despacho nervioso, recogió el sobre y volvió sobre sus pasos, sin decirme nada cerró la puerta. 

La visita de aquel hombre dejó un halo de misterio que yo intuía, pero sin adivinar qué podría ser.
Trabajaba como una araña que teje su tela sin pensar que cualquier chaparrón puede desencadenar una desgracia.
La culpa la tuvo el dichoso ordenador que no funcionaba.
-¿Pedro?, buenos días, soy Puri, ¿qué tal las vacaciones?
-Buenas días Puri -contestó Pedro desde el otro lado del teléfono- ya sabes de vacaciones genial, ¿y tú? ¿cómo van tus inversiones?-¿Mis inversiones?, bien, ya tengo ahorrado para la primera entrada del piso. Hablando de otra cosa, Pedro, mi ordenador no se enciende.
-¿Has comprobado que los cables  están bien conectados?
-Sí, todo está en su sitio.
-En ese caso, en cuanto pueda iré a ver qué le pasa a tu ordenador.
Ahora que el tiempo ha pasado el recuerdo de aquella fatídica mañana se repite como una peonza dando vueltas en el parquet.
Llamaron a la puerta, cuando entró me asusté, el mismo hombre de la gabardina gris pedía permiso para entregar un sobre. Algo me hizo pensar que aquel día iba a ser distinto.
-Buenas, traigo una carta para don Anselmo  –esta vez habló, noté en su voz sarcasmo.
-Déjela usted ahí –dije señalando una bandeja encima del mostrador. Me quedé un rato mirando  con  tristeza a aquel hombre misterioso mientras desaparecía  por la misma puerta por la que había entrado.
Parece una tontería, pero entonces me di cuenta de lo molesto que puede resultar el ruido que hace el teléfono al sonar.
-¿Puri?, soy Pedro, oye, que no sé si voy a poder arreglarte el ordenador.
-¿Y me vas a tener toda la mañana de brazos cruzados?
-Oye, así están las cosas, ¿no has oído la radio?.
-No, ¿qué pasa?
- Nada, ya te enterarás.
- Vale, no te pierdas - Y  como se esfuma el humo de un cigarro perdí la ocasión de saber de qué me tenía que enterar.

De nuevo el teléfono volvía a reclamar mi atención:
-Buenos días, soy Gutiérrez, está don Anselmo?
-No, hasta media mañana no llegará
-Dígale que es muy urgente, que necesito hablar con él.
Hacía frío, la calefacción estaba apagada, unos días  antes el portero me comentó que había problemas con la caldera.
El teléfono volvió a sonar
-Buenos días, está don Anselmo?
-Buenos días, don Anselmo  hasta las once no llegará, ¿quién le llama?
-Soy su mujer, es muy urgente, ¿sabe usted dónde está?
-Hola doña Carmen, no, no sé dónde está, ayer me dijo que hoy llegaría hacia las once. En cuanto llegue le digo que le llame. 
Doña Carmen, la mujer de don Anselmo, siempre bien vestida, bien peinada, con los zapatos y el bolso haciendo juego y el carmín de los labios del mismo el color del vestido. Solía venir por la oficina los viernes, entraba como si fuera una novia camino del altar. Movía mucho las caderas, aparentemente era tan jovial como su marido, qué cosas, nunca me fié de ella.
El teléfono volvió a sonar.
-Buenos días, está don Anselmo?
- Buenos días, don Anselmo hasta las once no llegará.
- Llamaré a partir de esa hora, gracias .
-Oiga, ¿no quiere dejar ningún recado?- pero ya había colgado.
De nuevo sonaba el teléfono :
-Buenos días señorita, le llamo de la fiscalía, ¿está don Anselmo? –como si fuera normal que llamaran de la fiscalía.
-Pues don Anselmo no está, ¿si quiere dejar algún recado? –siempre la misma contestación seguida de la misma pregunta.
-No, gracias, solamente dígale que le hemos llamado y que es muy urgente que se ponga en contacto con nosotros. 
Rechacé cualquier mal pensamiento, me olvidé de la fiscalía, y me centré en contestar las llamadas del teléfono. Eran las once de la mañana. El sobre seguía en la bandeja. Había terminado de ordenar el archivo y faltaban unos documentos, me extrañó porque yo soy muy ordenada y jamás pierdo un papel.

Estaba revolviendo los cajones de mi mesa intentando encontrar los dichosos expedientes cuando dos hombres altos y fuertes entraron y la espaciosa sala quedó reducida a salita.
 -Buenos días, está don Anselmo? –no tendría más de cuarenta años, en la cara una cicatriz debajo del ojo izquierdo, la nariz grande y aguileña sobresalía por encima de una boca pequeña y por debajo de unos ojos hundidos, tenía firmeza en la voz  y seguro de lo que venía a hacer.
-Don Anselmo no está, si quieren esperarle –les señalé un asiento al lado de la puerta.
-¿Sabe a qué hora vendrá? –preguntó a la vez que  colocaba las manos encima del mostrador enseñando unos dedos gordos con las uñas mordidas.
-Pues dejó dicho que vendría sobre las once, así que no tardará en llegar -me sentí como una oveja en un corral.
Los dos hombres, sin quitarme la vista de encima hablaron entre ellos unos minutos.
-Señorita, le traemos estos documentos, tal vez los haya echado en falta –Eran los documentos que yo andaba buscando. Les miré con sorpresa, me contestaron con una sonora carcajada.
- Quisiera ir al lavabo, ¿me puede decir dónde está? - dijo el otro que también era grande, y más gordo, no recuerdo ninguna característica especial en su rostro, quizás me recordara a algún personaje de la televisión, tal vez fuera jugador de pelota, porque llevaba los dedos de las manos vendados.
Me sudaban las manos, la cara me ardía, y las piernas me temblaban, me sentí en un hormiguero en día de tormenta.
-Saliendo a la derecha, pero espere, que necesitará llave –El lavabo estaba en el rellano de la escalera, lo compartíamos entre las cuatro oficinas que allí había.
El hombre salió y regresó al cabo de un rato.
Mientras tanto el otro se sentó donde yo le había indicado y se puso a hablar por el móvil. No le entendí muy bien lo que hablaba, pero en alguna ocasión dijo algo así como “al pastel le falta la guinda” y también “en cuanto aparezca lo trinco”.
Dándoles la espalda quise ignorarlos, lo que habían venido a hacer no estaba relacionado conmigo.
-Todo en orden, jefe –dijo en voz alta cuando regresó.
Entonces sonó el teléfono, ellos quisieron llegar antes, pero yo estaba más cerca.
-Hola Puri, ¿ya sabes la noticia?-preguntaban al otro lado del teléfono
-No, ¿qué noticia?
-¿No sabes lo de don Anselmo?
-No, ¿qué pasa con don Anselmo?
-¿Pero de verdad no te has enterado?
-Que no, acaba ya de decírmelo.
-Luego te llamo.
Y me dejó así, con la boca abierta, sin contarme lo que pasaba, con aquellos dos tipos esperando una señal, escuchando con atención, adivinando cada palabra e interpretando los gestos y muecas que hacía cada vez que hablaba. Estaban de pie con los codos apoyados en el mostrador y la mirada fija en el teléfono que volvió a sonar.
- Buenos días Puri, soy don Anselmo.
-Hay dos señores esperándole -le dije secamente.
-Puri, por favor, asómese a la ventana y dígame, ¿ve algo raro?
Un gran ventanal iluminaba el despacho del jefe. Me acerqué a la ventana, retiré las cortinas y comprobé que en la calle brillaba el sol, los transeúntes caminaban despacio, un audi-6 de color negro hacía guardia delante del portal, en la acera dos personas hablaban al lado de una farola.
-Sí, sí, me he tomado ya dos cafés en el bar de la esquina, sí, el tercero me lo tomaré en el bar de enfrente –al darme la vuelta comprobé que los dos hombres me habían seguido y don Anselmo, al otro lado del teléfono imploraba que no lo delatara.
-No le puedo decir dónde estoy, si llama mi mujer dígale que he tenido que salir de viaje –Sentí un golpe en mi hombro que me hizo soltar el teléfono, me volví hacia ellos, quise gritar, pero lo único que les interesaba era insultar a don Anselmo y destrozar su despacho.
Cogí mis cosas y me marché sabiendo que nunca más volvería a pisar la oficina.
En el bar de enfrente la gente se apiñaba alrededor de un mostrador repleto de tapas. En la televisión el comentarista repetía sin cesar una noticia: “Importante empresario, amigo de políticos y asesor de algunas de las grandes empresas del país, había sido imputado en un caso de evasión de impuestos y blanqueo de dinero”.


jueves, 1 de marzo de 2012

La vida se vuelve rutina




El teléfono, el ordenador y los folios,  el cigarro, el café y la copa,  el bar, el mostrador y el barman, ingredientes de un espectáculo que se repite sin cesar por la mañana, la tarde y la noche.  
La vida se vuelve rutina por mucho que intentes verla de forma distinta, sin saborear el café, sin disfrutar de la copa, sin aspirar el humo del cigarro. 

martes, 21 de febrero de 2012

ÉRASE UNA VEZ


Si quieres que te cuente un cuento calla y escucha:

“Érase una vez un rey que tenía dos hijas, una era guapa, la otra no tanto, una era dulce y bondadosa, la otra revoltosa y tosca.
A Rosalinda, la bella y dulce princesa, le gustaba la música, cantaba tan bien que hasta el viento se detenía en su ventana para escucharla.
Rosalinda guardaba un secreto, por la noche, cuando todo el mundo dormía, bailaba descalza sobre las frías baldosas de su habitación.
A Tremebunda, la revoltosa y tosca princesa lo único que le gustaba era cazar y nadar en el río.
Tremebunda también guardaba un secreto, por las noches le gustaba mirar las estrellas y soñar que viajaba a la luna.
Cuando dejaron de ser niñas el rey pensó que  debía de casarlas, él ya estaba mayor y su reino necesitaba un descendiente, así que publicó un bando por el mundo entero ofreciendo una fortuna por casarse con cada una de sus hijas.
Poco a poco fueron llegando  gentes de todas partes.  Farolillos, banderitas, y flores adornaban los alrededores. Vendedores ambulantes, mercaderes venidos de más allá del horizonte y comediantes se congregaron alrededor del palacio.
La víspera de las presentaciones el rey llamó a las dos princesas, éste les puso bien clara la situación: o se casaban o tendrían que emigrar, y en el caso de que sucediera esto último el reino pasaría a formar parte del país vecino, con el que siempre estaban en conflicto.
Compungidas las dos princesas, sabedoras que lo que decía su padre era la auténtica y única verdad que le habían escuchado decir en los últimos años, tomaron en secreto la decisión de elegir  ellas al pretendiente ideal, sabiendo que entre todos aquellos extraños que venían a pedir su mano no se encontraba el príncipe azul con el que habían soñado.
Conforme los iban llamando, los pretendientes, curriculum en mano,  leían unos versos dedicados a una u otra princesa y pasaban a ocupar un lugar en la tribuna de invitados.
Aburridas, Rosalinda y Tremebunda bostezaban sin ningún pudor, aquella situación les resultaba aburrida e incómoda. Su padre, que las conocía demasiado, les había atado al asiento para que no escaparan.
Una vez oídas todas las presentaciones pasaron a un gran salón, unos criados con librea iban sirviendo suculentos platos y poniéndolos encima de las mesas preparadas para celebrar tan grato acontecimiento.
El rey y la reina presidían la mesa, a su izquierda Rosalinda y a su derecha Tremebunda, alrededor suyo los pretendientes luchaban entre ellos por estar al lado de cualquiera de las dos princesas.
Todos hablaban de las cualidades y defectos de Rosalinda o de los bruscos modales de Tremebunda. Sin embargo ellas no mostraban ningún interés por aquellos caballeros que, alentados por una cifra millonaria de maravedíes, habían llegado hasta allí pensando hacer fortuna con cualquiera de las dos.
La situación no era nada de gratificante y menos teniendo en cuenta que ninguno  había declarado en su currículum el amor por la música, la caza o cualquier otro tema relacionado con la belleza que inspira la luna llena, o un árbol repleto de manzanas.
Así las cosas, la cena iba acabando, ellas debían de elegir, el rey les preparaba una sorpresa, y todo el mundo esperaba impaciente el final de aquel espectáculo en el que un rey rifaba a sus hijas con la intención de que su reino no desapareciera.
Y llegó la sorpresa, un elenco de bailarinas y danzaris aparecieron en escena. Al compás de un vals los danzantes se movían sobre la pista como peonzas en una mesa de ajedrez.
Los invitados se quedaron atónitos cuando las dos princesas salieron al escenario y se perdieron entre los acordes de la música dejándose llevar por los bailarines, que, ágiles como garzas, las sacaron de allí.
El desolado rey tiró la mesa, expulsó a los pretendientes, desterró a la reina y se quedó sin reino. “