Se anunciaba en el periódico: “Se
necesita persona responsable para trabajo administrativo”. Nada más llegar, don
Anselmo, un hombre jovial de unos
cincuenta años, me hizo sentarme en una mesa con un teléfono, un lápiz y una
libreta. Un tubo fluorescente iluminaba la estancia y la sombra de don Anselmo
aparecía y desaparecía cada vez que venía a comprobar que yo estaba haciendo lo
que me había ordenado. Ese mismo día estaba contratada.
En casa todos se alegraron. Si tenía
trabajo podría emanciparme.
Mi trabajo consistía en llamar a los
teléfonos que don Anselmo me pasaba, contactos con los que él hacía “sus
negocios”, nunca supe qué negocios eran ni los
nombres verdaderos de las personas a las que me dirigía. Lo único que me importaba era cobrar a fin de mes. Me pagaba
muy bien, más de una vez recibí una propina metida en un sobre que desde luego
nunca rechacé.
Recuerdo
que era noviembre, el otoño acababa de dejar los árboles sin hojas y en la
calle se barruntaba la llegada del invierno. Don Anselmo leía unos informes que
yo le había preparado sobre inversiones en la bolsa cuando, sin llamar a la
puerta, apareció un hombre que, aparentemente, quería pasar
desapercibido, vestía una gabardina gris
con el cuello subido, los ojos tapados por unas gafas, las manos cubiertas con
unos guantes, y en la cabeza una boina. Entró sin
saludar, dejó un sobre encima del mostrador y desapareció.
Don Anselmo, al verlo, salió de su
despacho nervioso, recogió el sobre y volvió sobre sus pasos, sin decirme nada
cerró la puerta.
La visita de aquel hombre dejó un halo
de misterio que yo intuía, pero sin adivinar qué podría ser.
Trabajaba como una araña que teje su
tela sin pensar que cualquier chaparrón puede desencadenar una desgracia.
La culpa la tuvo el dichoso ordenador
que no funcionaba.
-¿Pedro?, buenos días, soy Puri, ¿qué
tal las vacaciones?
-Buenas días Puri -contestó Pedro desde
el otro lado del teléfono- ya sabes de vacaciones genial, ¿y tú? ¿cómo van tus
inversiones?-¿Mis inversiones?, bien, ya tengo
ahorrado para la primera entrada del piso. Hablando de otra cosa, Pedro, mi
ordenador no se enciende.
-¿Has comprobado que los cables están bien conectados?
-Sí, todo está en su sitio.
-En ese caso, en cuanto pueda iré a ver
qué le pasa a tu ordenador.
Ahora que el tiempo ha pasado el
recuerdo de aquella fatídica mañana se repite como una peonza dando vueltas en
el parquet.
Llamaron
a la puerta, cuando entró me asusté, el mismo hombre de la gabardina gris pedía permiso para entregar un sobre. Algo me
hizo pensar que aquel día iba a ser distinto.
-Buenas, traigo una carta para don
Anselmo –esta vez habló, noté en su voz
sarcasmo.
-Déjela usted ahí –dije señalando una
bandeja encima del mostrador. Me quedé un rato mirando con
tristeza a aquel hombre misterioso mientras desaparecía por la misma puerta por la que había entrado.
Parece una tontería, pero entonces me
di cuenta de lo molesto que puede resultar el ruido que hace el teléfono al
sonar.
-¿Puri?, soy Pedro, oye, que no sé si
voy a poder arreglarte el ordenador.
-¿Y me vas a tener toda la mañana de
brazos cruzados?
-Oye, así están las cosas, ¿no has oído
la radio?.
-No, ¿qué pasa?
- Nada, ya te enterarás.
- Vale, no te pierdas - Y como se esfuma el humo de un cigarro perdí la
ocasión de saber de qué me tenía que enterar.
De nuevo el teléfono volvía a reclamar
mi atención:
-Buenos días, soy Gutiérrez, está don
Anselmo?
-No, hasta media mañana no llegará
-Dígale que es muy urgente, que
necesito hablar con él.
Hacía frío, la calefacción estaba
apagada, unos días antes el portero me
comentó que había problemas con la caldera.
El teléfono volvió a sonar
-Buenos días, está don Anselmo?
-Buenos días, don Anselmo hasta las once no llegará, ¿quién le llama?
-Soy su mujer, es muy urgente, ¿sabe
usted dónde está?
-Hola doña Carmen, no, no sé dónde
está, ayer me dijo que hoy llegaría hacia las once. En cuanto llegue le digo
que le llame.
Doña Carmen, la mujer de don Anselmo,
siempre bien vestida, bien peinada, con los zapatos y el bolso haciendo juego y
el carmín de los labios del mismo el color del vestido. Solía venir por la
oficina los viernes, entraba como si fuera una novia camino del altar. Movía
mucho las caderas, aparentemente era tan jovial como su marido, qué cosas,
nunca me fié de ella.
El teléfono volvió a sonar.
-Buenos días, está don Anselmo?
- Buenos días, don Anselmo hasta las
once no llegará.
- Llamaré a partir de esa hora, gracias
.
-Oiga, ¿no quiere dejar ningún recado?-
pero ya había colgado.
De nuevo sonaba el teléfono :
-Buenos días señorita, le llamo de la
fiscalía, ¿está don Anselmo? –como si fuera normal que llamaran de la fiscalía.
-Pues don Anselmo no está, ¿si quiere
dejar algún recado? –siempre la misma contestación seguida de la misma
pregunta.
-No, gracias, solamente dígale que le
hemos llamado y que es muy urgente que se ponga en contacto con nosotros.
Rechacé cualquier mal pensamiento, me
olvidé de la fiscalía, y me centré en contestar las llamadas del teléfono. Eran
las once de la mañana. El sobre seguía en la bandeja. Había terminado de
ordenar el archivo y faltaban unos documentos, me extrañó porque yo soy muy
ordenada y jamás pierdo un papel.
Estaba revolviendo los cajones de mi
mesa intentando encontrar los dichosos expedientes cuando dos hombres altos y
fuertes entraron y la espaciosa sala quedó reducida a salita.
-Buenos días, está don Anselmo? –no
tendría más de cuarenta años, en la cara una cicatriz debajo del ojo izquierdo,
la nariz grande y aguileña sobresalía por encima de una boca pequeña y por
debajo de unos ojos hundidos, tenía firmeza en la voz y seguro de lo que venía a hacer.
-Don Anselmo no está, si quieren
esperarle –les señalé un asiento al lado de la puerta.
-¿Sabe a qué hora vendrá? –preguntó a
la vez que colocaba las manos encima del
mostrador enseñando unos dedos gordos con las uñas mordidas.
-Pues dejó dicho que vendría sobre las
once, así que no tardará en llegar -me sentí como una oveja en un corral.
Los dos hombres, sin quitarme la vista
de encima hablaron entre ellos unos minutos.
-Señorita, le traemos estos documentos,
tal vez los haya echado en falta –Eran los documentos que yo andaba buscando.
Les miré con sorpresa, me contestaron con una sonora carcajada.
- Quisiera ir al lavabo, ¿me puede
decir dónde está? - dijo el otro que también era grande, y más gordo, no
recuerdo ninguna característica especial en su rostro, quizás me recordara a
algún personaje de la televisión, tal vez fuera jugador de pelota, porque
llevaba los dedos de las manos vendados.
Me sudaban las manos, la cara me ardía,
y las piernas me temblaban, me sentí en un hormiguero en día de tormenta.
-Saliendo a la derecha, pero espere,
que necesitará llave –El lavabo estaba en el rellano de la escalera, lo
compartíamos entre las cuatro oficinas que allí había.
El hombre salió y regresó al cabo de un
rato.
Mientras tanto el otro se sentó donde
yo le había indicado y se puso a hablar por el móvil. No le entendí muy bien lo
que hablaba, pero en alguna ocasión dijo algo así como “al pastel le falta la
guinda” y también “en cuanto aparezca lo trinco”.
Dándoles la espalda quise ignorarlos,
lo que habían venido a hacer no estaba relacionado conmigo.
-Todo en orden, jefe –dijo en voz alta
cuando regresó.
Entonces sonó el teléfono, ellos
quisieron llegar antes, pero yo estaba más cerca.
-Hola Puri, ¿ya sabes la
noticia?-preguntaban al otro lado del teléfono
-No, ¿qué noticia?
-¿No sabes lo de don Anselmo?
-No, ¿qué pasa con don Anselmo?
-¿Pero de verdad no te has enterado?
-Que no, acaba ya de decírmelo.
-Luego te llamo.
Y me dejó así, con la boca abierta, sin
contarme lo que pasaba, con aquellos dos tipos esperando una señal, escuchando
con atención, adivinando cada palabra e interpretando los gestos y muecas que
hacía cada vez que hablaba. Estaban de pie con los codos apoyados en el
mostrador y la mirada fija en el teléfono que volvió a sonar.
- Buenos días Puri, soy don Anselmo.
-Hay dos señores esperándole -le dije
secamente.
-Puri, por favor, asómese a la ventana
y dígame, ¿ve algo raro?
Un gran ventanal iluminaba el despacho
del jefe. Me acerqué a la ventana, retiré las cortinas y comprobé que en la
calle brillaba el sol, los transeúntes caminaban despacio, un audi-6 de color
negro hacía guardia delante del portal, en la acera dos personas hablaban al
lado de una farola.
-Sí, sí, me he tomado ya dos cafés en
el bar de la esquina, sí, el tercero me lo tomaré en el bar de enfrente –al
darme la vuelta comprobé que los dos hombres me habían seguido y don Anselmo,
al otro lado del teléfono imploraba que no lo delatara.
-No le puedo decir dónde estoy, si
llama mi mujer dígale que he tenido que salir de viaje –Sentí un golpe en mi
hombro que me hizo soltar el teléfono, me volví hacia ellos, quise gritar, pero
lo único que les interesaba era insultar a don Anselmo y destrozar su despacho.
Cogí mis cosas y me marché sabiendo que
nunca más volvería a pisar la oficina.
En el bar de enfrente la gente se
apiñaba alrededor de un mostrador repleto de tapas. En la televisión el
comentarista repetía sin cesar una noticia: “Importante empresario, amigo de
políticos y asesor de algunas de las grandes empresas del país, había sido
imputado en un caso de evasión de impuestos y blanqueo de dinero”.