Un tazón de chocolate caliente

Me gusta el chocolate a la taza, en tableta, con churros, con pan tostado, con bollo suizo, con curasán, por la mañana, por la tarde y por la noche.
Alrededor de una tazón de chocolate caliente las historias y los relatos toman forma, color, olor, sabor, y los cuentos resultan extraños a veces, otras cercanos.
El aroma del chocolate envuelve el ambiente y lo convierte en espectáculo y cuando suena el tercer aviso se levanta el telón y comienza la función.

lunes, 27 de agosto de 2012

Volvemos al balcón


Hace media hora que hemos llegado a su casa, nos recibe cantando “fumando espero”, le seguimos la corriente y continuamos: “al hombre que yo quiero, y mientras fumo, mi cigarro yo consumo porque aspirando el humo me suelo adormecer”, intentamos poner la misma cara y la misma pose que la Sarita Montiel, pero claro, es inútil, así que ella,  mirándonos de reojo, nos dice “qué poca gracia tenéis”.

Después de merendar se ha sentado en el balcón, afuera, en la calle, la gente pasea tranquilamente.

-La mejor calle de Pamplona -dice  mientras se come un helado, y recuerda- cuando llegamos a Pamplona la calle se acababa aquí, no estaba hecho ni el monumento a los Caídos, a partir de aquí todo era campo donde pastaban las ovejas. El propietario de la casa nos dijo que ésta sería la mejor calle.

No es que haya más tranquilidad que en cualquier otra calle, ni que sea la más bonita. Pero es nuestra calle, son nuestras tiendas, nuestra casa y ese trocito de cielo que se ve desde la ventana. Hay algo que hace a Pamplona diferente a otras ciudades, tal vez sea la gente, demasiado seria para algunos, demasiado formal para otros. 

Hoy tiene la mirada triste, y piensa: Después de toda una vida rodeada de gente, la única compañía que nos queda es la soledad. 

Todos los días le hacemos caminar hasta la cocina.
-Ay, que me duelen las piernas, que no puedo andar -se queja.
-Este es tu rato de gimnasia, tienes que mover las piernas -le contestamos. 

En silencio, agarrada de mi brazo comienza su caminar, tranquilo y apacible, ya no tiene prisa, nadie la espera, al pasar por el espejo se mira y exclama “qué fea estoy, con lo guapa que yo era de joven” y sigue su camino y me cuenta que el barbero de la esquina de su casa salía a verla todos los días cuando pasaba por delante, y un día le plantó cara y le dijo que hiciera el favor de no mirarla más porque le daba mucha vergüenza. 


Abre el frigorífico para ver qué hay: dos yogures, dos cajas de zumo, alguna pera, un trozo de piña, los restos de comida envueltos en film transparente y una ausencia tan grande como las cuerdas del tenderete vacías de ropa.

Y volvemos al balcón del cuarto de estar y allí pasamos la tarde sentadas, viendo pasar a la gente, viendo pasar la vida.



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