Un tazón de chocolate caliente

Me gusta el chocolate a la taza, en tableta, con churros, con pan tostado, con bollo suizo, con curasán, por la mañana, por la tarde y por la noche.
Alrededor de una tazón de chocolate caliente las historias y los relatos toman forma, color, olor, sabor, y los cuentos resultan extraños a veces, otras cercanos.
El aroma del chocolate envuelve el ambiente y lo convierte en espectáculo y cuando suena el tercer aviso se levanta el telón y comienza la función.

jueves, 20 de septiembre de 2012

EL RINCON FRESQUITO DEL SALON

Este verano decidí no ir de vacaciones. Resultó que me quedé más sola que la una y más aburrida que un gato sin cascabel.
Creí que donde mejor pasaría los calores del estío sería zambulléndome en la piscina, pero la realidad se hizo evidente, en la piscina no cabía ni un alfiler y no digamos cuando decidí buscar la sombra de un árbol, hasta las hormigas habían sucumbido aplastadas por las toallas que se amontonaban debajo de las ramas.
Luego me pareció más oportuno pasar las horas más calurosas a la sombra de mi casa, con un buen refresco, las ventanas cerradas a cal y canto y el ventilador funcionando al máximo. Deduje que leyendo un libro distraería mi aburrimiento y durante un buen rato así fue, hasta que me cansé del ruido del ventilador, de pasar las hojas del libro y de beber refrescos.

Tan encerrada y prisionera me vi que empecé a añorar la luz del día, pero no podía subir las persianas y menos abrir las ventanas, el calor invadiría mi casa y el fresquito del rincón del salón se disiparía como las nubes que este año han pasado de largo durante todo el tiempo que dura el verano.
Al anochecer, cuando las farolas empezaban a alumbrar y el sol se iba  a descansar por detrás de las antenas de los tejados, salía a pasear.
Los bares de la plaza estaban a rebosar, en el centro, los niños correteaban alrededor del tobogán y los columpios.
No hacía ni diez minutos que me había sentado en el único banco vacío cuando se sentó a mi lado una madre con un niño que berreaba todo lo alto que podía dentro de un cochecito. La mano de la mujer empujaba las ruedas del carrito intentando calmar la rabia del niño que había dentro. Me miró suplicante, yo me hice la despistada. Poco me duró el despiste, porque terminé meciendo al niño cuando la madre fue a consolar a su hija que se había caído de la bici.


Se me ocurrió asomarme para ver la carita del tenor que deleitaba la noche. No sé qué vio en mi cara, o qué impresión le causé, el caso es que cambió el llanto por una carcajada sonora que se oyó por toda la plaza. Volví a mi sitio y continué meciendo el carrito. El niño no respiraba, me asusté, volví a asomar mi cara y obtuve el mismo resultado, otra carcajada más sonora si cabe que la anterior y la plaza se quedó en silencio.

Me senté, saqué mi espejo del bolso y comprobé que no tenía ninguna verruga, ni me habían salido cuernos, tampoco tenía la nariz de payaso. ¿Entonces? ¿De qué se reía el niño cuando yo le miraba?
Volví a asomarme y le dije “cuchi, cuchi”, el niño rió de nuevo. Me gustaba su risa, volví a decirle “cuchi cuchi”, y el sonido de su risa invadió mi corazón.
Recordé esa risa y unos ojos negros  preguntando sin dar tregua, y sentí una mano de niño apretando la mía. Me estremecí, las lágrimas nublaron mi vista y con un gran esfuerzo sonreí, me senté y esperé a la madre.
Después, con el alma encogida regresé a mi rincón fresquito del salón.


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