Un tazón de chocolate caliente

Me gusta el chocolate a la taza, en tableta, con churros, con pan tostado, con bollo suizo, con curasán, por la mañana, por la tarde y por la noche.
Alrededor de una tazón de chocolate caliente las historias y los relatos toman forma, color, olor, sabor, y los cuentos resultan extraños a veces, otras cercanos.
El aroma del chocolate envuelve el ambiente y lo convierte en espectáculo y cuando suena el tercer aviso se levanta el telón y comienza la función.

miércoles, 1 de junio de 2011

EL PEREGRINO

Muchos años antes, cuando los pantalones no le llegaban a la rodilla, su padre, con una regadera, se dispuso a vaciar todo el agua en el hormiguero que había en la terraza de la casa. “Así no molestarán más, ni spray ni veneno puede con ellas, pero en el agua se ahogan”. Durante un par de días el niño vivió obsesionado con la imagen de las hormigas atrapadas  en el barro.
La vida es un continuo viajar”, le decía su madre, “al principio, el viaje se diluye en la lejanía,  porque no tiene importancia qué día o qué mes cogiste el billete, cuando todo transcurre sin que el paisaje se altere el viaje se hace monótono, pero sin haberlo previsto el tren se para en una estación desconocida, el paisaje cambia de color y te das cuenta que estás vivo”.
Caminando por el sendero del río Arga un peregrino llegaba a las siete de la tarde al puente gótico de la Magdalena, la lluvia caía con fuerza, los charcos del camino eran pequeños lagos que a veces se hacían difíciles de cruzar. Las hojas de los árboles se sacudían el agua que caía cada vez que el viento del sur, cálido y pegajoso, las azotaba. Las huertas que bordeaban el río se encontraban anegadas. Las lechugas, las coles y las habas se retorcían marchitas por el suelo.
Entre truenos, relámpagos, granizo y viento, el peregrino sintió que el mundo se le venía encima cuando una fuerte descarga eléctrica iluminó las murallas de la ciudad, y la torre de Santamaría de la catedral apareció por un instante como si fuera el último deseo de un condenado a muerte.
El agua del río se desbordó y con la fuerza de una ola le arrastraba, como arrastra el mar las conchas y las piedras, como una manguera anegando el hormiguero. Intentó asirse a la rama de un árbol, pero fue inútil. Quiso gritar pero la vida se le escapaba junto con el río.
Entre húmedas tinieblas y pegajosas aguas se encontró prisionero de sus miserias. Atrapado en una estación de tren reconoció el paisaje. Mientras las turbulentas aguas le arrastraban sin darle tregua, deliraba y revivía el sufrimiento que había dejado atrás. Una voz lejana susurraba “no pasarás”. La silueta temblorosa de su madre se iba acercando: “Jean Pierre, hijo, ¿dónde estás? ¿por qué no vienes? ¿Hijo mío, qué te ha pasado?” “¿Estoy borracho o te repites muchas veces?, déjame en paz, vete, no te necesito”.
 Un fuerte golpe en la cabeza le dejó sin sentido. “Dejarme pasar”, gritaba Jean Pierre en una habitación de paredes blancas desprovistas de cualquier símbolo. Una luz tenue iluminaba a un hombre moribundo que yacía en una cama. “Dejarme pasar”, volvía a gritar. “No pasarás susurraba la voz”. “Es mi padre, quiero pedirle perdón”. Sintió una mano en su hombro que le decía “es tarde, ha muerto”. Maldijo a la muerte, insultó a la vida.
Y llegó la noche, la oscuridad y el miedo. “Ya puedes pasar”. Una tumba gris, en un cementerio sin árboles ni flores, se abría delante de sus pies. “Ya puedes pasar” susurraba una voz. “No pasaré”, contestó Jean Pierre.
Y en la inmensidad de la noche buscó una luz que le iluminara. Despertó lejos del puente, debajo de las murallas, el caudal del río había bajado. Ya no llovía. Al peregrino le pareció que la luna sonreía, y un rostro bondadoso iluminaba un cielo repleto de estrellas.” 

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