En la famosa clínica “Maryland para Damas y Caballeros”, aquel día se recordaría como uno de los más siniestros para el doctor Keen, su prestigio iba a ser cuestionado durante mucho tiempo, aunque, por otro lado, el doctor estaba satisfecho, había hecho un buen trabajo, la paciente era una mujer joven, un poco gruesa, pero la juventud es una característica muy importante para superar las dificultades y los malos ratos que Dios nos manda.
Para el doctor Keen, aquella había sido una experiencia única que nunca más se volvió a repetir, porque lo que ocurrió no fue un parto normal, sino un extraño alumbramiento. 
Elizabeth acababa de dar a luz un enorme niño viejo. Las enfermeras, el médico y la comadrona no daban crédito a lo que estaban viendo. 
La madre, impaciente por ver a su hijo, ayudada por una enfermera, se incorporó.  Al ver al niño gritó: “¡Soy la madre de mi abuelo!”, y seguidamente se desmayó.
En la penumbra de lo infinito, vagando con desconcierto por esa rendija de luz que traspasa lo posible de lo imposible, Elizabeth recomponía de nuevo su historia, intentando encontrar la respuesta a semejante desvarío. 
Elizabeth Scott y Roger Button se habían casado por la mañana de un señalado día del mes de julio del año 1859. En el vestíbulo de su casa aún había regalos sin abrir. 
El regalo que más ilusión les hizo fue un reloj de madera estilo reina Victoria que su abuelo, James William Scott, les había enviado desde Escocia. La madre de Elizabeth había ordenado que lo colocaran en un lugar privilegiado del vestíbulo.
  “Es un reloj especial,  no os olvidéis de darle cuerda”, les recomendaba el abuelo en la carta de felicitación, a la vez que se disculpaba por no poder acudir a su boda. 
Jacob, esclavo liberado convertido en  mayordomo, era el encargado de girar la llave todos los días antes de acostarse. 
Elizabeth había recibido una férrea educación católica. Hablando con sus amigas reconocía que sus conocimientos acerca del sexo opuesto eran nulos.  Su madre, que siempre andaba dándole consejos sobre cómo ser una buena esposa, nunca le había hablado de cómo actuar a solas con un hombre, es más había esquivado siempre hablar del tema. Por lo que tuvo que recurrir a su amiga Margeritte, que de la vida sabía bastante: “Tú déjate hacer, déjate llevar, no pienses si está bien o si está mal, y disfruta”.
Ese verano comenzó haciendo un calor insoportable en Baltimore. A Elizabeth y Roger Button les gustaba ir al río a bañarse. Un día, recordaba Elizabeth, descansaban en la orilla del río. La armoniosa soledad del campo los hechizó.  Allí mismo, sin ningún pudor se abrazaron. Sumergiéndose en el lecho del río se dejaron arrastrar por la corriente. Convertido en una danza sin final el vuelo de las libélulas  hacía estallar los juncos.   
Al llegar a  la casa, Jacob les informó que el reloj se había parado en el momento en que sonaba la una de la tarde. 
En la oscuridad de la noche, cuando la ficción y la realidad se confunden, Elizabeth soñaba con animales enormes de  arrugada y áspera piel gris, “así son los elefantes” había comentado Theodor, el hermano de su padre, al regresar de un viaje a la India. “Es el mamífero con el tiempo de gestación más largo, 22 meses y con un peso de 115 kg en su nacimiento”. Confundida y avergonzada, en la puerta de la iglesia  el reverendo Patrik Wrihgt, dirigiendo hacia ella su mano acusadora la llamaba: “¡Pecadora!”, la palabra se repetía una y otra vez, mientras una losa de cemento caía sobre su cabeza. 
Ya no volvió a hacer calor en Baltimore. Después de ese día las nubes se apoderaron del cielo, y cuando no llovía, estaba nublado, y si no, volvía a llover otra vez.
Al cabo de una semana recibieron una carta de Escocia, el abuelo James William Scott había fallecido a las 13 horas del 28 de julio de 1859. 
A veces, Elizabeth miraba el reloj, y en la posición de las manecillas percibía la sonrisa irónica de su abuelo.
El mutismo del reloj provocaba misterio y esparcía la soledad de las horas que no sonaban por toda la casa. 
El verano se hizo interminable y el invierno llegó antes de lo previsto. Ni la llegada de la primavera consiguió levantar el ánimo de una Elizabeth consumida y raquítica, sus brillantes ojos verdes estaban apagados por una cortina gris. Su voluminoso vientre le impedía andar haciéndole perder el equilibrio. 
La mayor parte del día lo pasaba en la cama lamentándose de su mala suerte y pensando que lo que llevaba dentro no eran trillizos como se empeñaba en afirmar  el doctor Keene, sino un elefante con grandes colmillos y enormes patas, fruto de su pecado. Y, cuando el animal  que transportaba  en sus entrañas se movía, los dolores eran insoportables y la losa del sueño era cada vez más pesada y difícil de retirar.
Nueve interminables meses duró el embarazo mientras una barriga con patas esperaba con impaciencia el final de la tormentosa gestación. 
Veinticuatro eternas  horas duró el alumbramiento. Elizabeth gritaba, lloraba y se retorcía de dolor.
Una pequeña cabeza asomó por fin. El doctor exclamó ¡Oh!, la sorprendida comadrona añadió ¡Ah! Y la enfermera gritó ¡Dios mío!. 
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