Pepa ya no se preguntaba qué es lo que pasaba por la cabeza de don Facundo, ya no le importaba teclear lo que su jefe le ordenaba y le preocupaba muy poco que estuviera bien escrito o que le hiciera falta cambiar tal o cual párrafo. 
Antes en la época de sus padecimientos, se prometió que en cuanto ya no tuviera que teclear más circulares, se daría el gusto de dilucidar con él  si tenía órdenes de arriba, o era cuestión de amor propio lo que le llevaba a no cambiar ni una coma de aquel párrafo tan polémico.  
Quién le iba a decir a ella el día que apareció en aquella oficina que la acabaría despreciando al igual que su trabajo. Por aquel entonces estaba segura que ese sarpullido por brazos y piernas se debía al trato  más bien paternalista y protector que utilizaban con ella y que le sacaba de sus casillas.  Ahora pensaba que tan sólo era una fantasía que ensombreció su vida de oficinista.  
Quería aclararlo antes de marcharse, ¿y para qué? si, para ser sinceros, el trato era correcto.  
Recordar es volver a vivir y si los recuerdos son gratos mejor, y al volver la vista atrás recordaba con añoranza sus primeros años, sobre todo aquel día cuando  ella al leer la circular que le acababa de dictar don Facundo le insinuó que cambiara un párrafo de la circular porque escrita de aquella forma no lo iba a entender nadie. Con cara de asombro y con mucha dignidad, don Facundo le contestó “¿cómo se atreve a cuestionar lo que yo digo? Usted limítese a escribir. Nadie le ha contratado para que discuta con su jefe y mucho menos para pensar”.  Sus compañeros apoyaban al jefe, ella era una simple administrativa y tenía que dar gracias a don Facundo de que no le rescindiera el contrato. 
Humillada, desconsolada y dolida se pasó la tarde en urgencias del hospital con un ataque de sarpullidos que llegaban incluso a dificultarle la respiración. 
Para  Pepa el deseo de contestar de malas maneras a don Facundo cada vez que le hacía repetir cuarenta veces un escrito o cada vez que no tenía en cuenta sus críticas, se convertía en una obsesión que le dejaba incapacitada para resolver los problemas que se le planteaban en sus relaciones con los demás y que le provocaban episodios de sarpullidos cada dos por tres. La ocasión de realizar ese deseo nunca llegó.
 Un día, entre los papeles de su jefe descubrió una carta que le dirigían desde la Dirección de personal en la que le informaban que debido a los malos resultados obtenidos en la última campaña se iban tomar medidas de ajustes en la plantilla, este descubrimiento le provocó un nuevo episodio de sarpullidos,  llegando incluso hasta invadirle la cara y teniendo que volver de nuevo a pasar la tarde en urgencias del hospital. 
Desde que aprobara las oposiciones  y a la espera de que le asignaran un nuevo destino, se dedicaba a hacer lo que le mandaban sin rechistar. Había empleado el mismo razonamiento que sus compañeros para mantenerse en el puesto de trabajo y se había convertido en un carcamal anclado a una máquina de escribir. 
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